Los pájaros de esta primavera que vuelan en el cielo son de hierro, se llaman Mig, y se teme que florezca la luz del uranio y que el sol brille con deslumbrante resplandor. Las sirenas de Kiev han despertado el sueño verde de Europa.
Cuenta Stefan Zweig que por su vida trataron los corceles amarillentos, las epidemias, las guerras, la inflación y el terror. Y la peor de las pestes: el nacionalismo que envenena la flor de la cultura europea
De pronto, vuelven el telón de acero y la guerra. Regresan las botas de pisar niños. Más de tres millones de personas están condenadas al éxodo y al viento. Putin bombardea a la gente que hace cola para comprar el pan.
Estábamos en este balneario preocupados porque los osos polares se están quedando calvos, las ballenas mueren entre los bañistas y los icebergs se funden en el ártico. Y de pronto, el polvo del sáhara en suspensión ha pintado de azafrán los coches y los edificios. Y a la borrasca Celia sólo le ha faltado traer camellos y que lluevan ranas.
Tsunamis, terremotos, calimas, guerras, desabastecimiento, huelga de camioneros, pandemia, gripes, pobres y parados. Todo esto no son señales del apocalipsis, sino la advertencia de que hay que acabar con los tiranos y no hay que votar nunca ni a los fanáticos ni a los idiotas.
La guerra ha interrumpido las exportaciones de vino, con pérdidas de cientos de millones.
Hay que recordar, querido Carlos, en estos días aciagos, que el vino es un tesoro en las guerras y ayuda a aguantar el miedo. Los franceses lo defendieron de los nazis tanto como el Louvre. Napoleón les enseñó que el vino en las victorias se merece y en las derrotas se necesita. ¡Viva el vino!
