Monólogo de Alsina: "Cuando lleguen días mejores no estaremos todos y esa será la herida más honda"
Diario de la pandemia. Siete de abril. Ya queda un día menos para dejar todo esto atrás.
Madrid |
• Hace treinta y un años llegó a Madrid un avión. Procedente de París. Dentro venían trece personas que hasta dos días antes residían en Pekín. Allí, en la capital de China, año 1989, lo que pasó fue Tiananmen, la protesta estudiantil que inquietó al régimen lo bastante como para ordenar que fuera reprimida por el ejército. Españoles que vivían en Pekín decidieron volverse a casa enlazando vuelos hasta tomar tierra en Madrid. Cuando las trece personas descendieron del avión, los periodistas corrieron a buscar a dos de ellas: Pablo y María. Pablo tenía siete años. María, cinco. Viajaban juntos y viajaban solos. Sus padres eran funcionarios de la embajada española y se habían quedado en China haciendo su trabajo. En Barajas esperaban a los niños sus abuelos, aliviados porque durante muchas horas no supieron si sus niños venían por Londres, o por París, o por dónde venían. Los periodistas preguntaron a María y Pablo: ¿Habéis tenido miedo? Y ellos dijeron: 'No'. ¿Sabéis por qué os han enviado vuestros padres? Y ellos dijeron: 'Porque en Pekín hay guerra'. La crónica de Ana Camacho, junio de 1989, decía: 'En el revuelo, el oso de peluche rosa de la niña, de melena rubia y ojos tímidos, voló por los aires'.
• Un oyente, Guernot, me ha recordado esta historia porque la niña del peluche rosa y la melena rubia es compañera suya de trabajo y le ha hablado tanto de sus padres, María del Mar y Pablo, que es como si les conociera de toda la vida. Los dos trabajaron muchos años de administrativos en embajadas españolas, China, Cuba, Costa Rica. Un trabajo discreto que sólo entonces asomó un poco en los medios por la separación temporal de sus hijos. Hoy asoma aquí de nuevo esta familia porque María del Mar, la madre, falleció anteayer, con coronavirus. El padre permanece ingresado. Y tiene razón Guernot en que la historia, a veces, es así de caprichosa. De Tiananmen hace treinta años a Wuhan, o al virus que empezó en Wuhan, en estos días.
• En la lista de personas que se han ido la mayoría son anónimas, un policía, una médica, un cuidador, un anciano de una residencia. Hay otras a las que conocemos sólo quienes hemos tenido trato con su familia. Y hay otras conocidas por todos,la última de ellas, Radomir Antic.
• Espero que el dato (nada frío) que facilitará el gobierno al mediodía confirme que la epidemia va golpeando a menos familias nuevas cada día. Que el número de personas que hemos perdido ayer, y el número de contagiados, es inferior al de anteayer y hace pensar que volverá a ser inferior mañana. La extensión del virus se ha ido frenando y ése es el primer paso para conseguir que llegue el día en que podamos decir que ya no hay más enfermos. Hoy lo positivo es la comparación de cómo estamos hoy con cómo estábamos hace una semana. No porque no tengamos más enfermos que entonces (que los tenemos) sino porque a los nuevos enfermos sí podremos atenderlos sin aglomeraciones en las salas de urgencias y sin más presión de la que ya existen los días normales en las plantas. Hay cuarenta mil recuperados.
• Italia también va dejando atrás los peores días, aunque los de ahora disten de ser buenos. Tres mil seiscientos contagiados nuevos, 636 personas fallecidas, convierten el seis de abril, ayer, en motivo de aliento a pesar de todo.
• Sospecho que hay miles de escolares españoles que hoy querrían ser italianos. Sueñan con tener, ellos también, aprobado general. No se descarta. Allí sólo tendrán que examinarse los bachilleres que vayan a la universidad el próximo curso. Siempre que las aulas no se abran antes del 18 de mayo. Aquí, el Consejo Escolar, que no decide nada pero sí hace recomendaciones al Ministerio, debate hoy qué plan es el más factible. Recuerdo que la ministra Celaá aún confiaba hace dos semanas en retomar las clases presenciales después de la semana santa.
Esto era el 26 de abril. Que es como decir que fue hace veintiseis años.
• Hace días que los agricultores se preguntan quién recogerá las cosechas este año. Quién sustituye a los temporeros que ya no pueden venir. Leo que el ministro Planas ha puesto por escrito, en un decreto, lo que venía planteando hace ya días: que se permita contratar a parados, aunque sigan cobrando la prestación de desempleo, y a inmigrantes que estén ya aquí aunque no tengan permiso de trabajo. Personas desocupadas que residan cerca de las tierras que haya que trabajar. Se buscan 240.000 manos para que la fruta no se quede en los árboles. Hay tareas para las que no es posible el teletrabajo. Ni la telemática. Ni la tele-nada.
• No hay día que no le escuche a alguien decir que 'tener balcón es una gran fortuna'. Y a más a más, que 'tener jardín es una bendición'. Casi todas las casas que se ven en los vídeos de estos días están en alguna gran ciudad. Bloques de pisos, pisos de barrio, vecinos que graban lo que pasa allí abajo, en la calle. Caigo en la cuenta de que el confinamiento se lleva peor en la ciudad que en el campo al ver a Justo y Encarnación, la foto que les ha hecho Luis de Vega para El País. Los dos hermanos, con mascarilla, manteniendo la distancia de seguridad, ellos dos solos en un prado, doce vacas detrás, un murete de piedra, los árboles y la montaña. Justo tiene 73 años y Encarnación, 69. Pasan tres horas cada día dando de comer a las vacas. Él dice: 'conozco a las seiscientas vacas que hay por estos campos'. Ella dice: 'aquí uno se oxigena'. Explica el periodista que en los pueblos quien no tiene perro tiene gallinas o tiene vacas. Algún rato siempre hay que salir. Y tampoco hay policía patrullando los senderos rurales. El día que nevó, Sandra se fue con sus hijas a tirarse en trineo y nadie le dio el alto. Y Enrique, que tiene 35 años y noventa cabezas de la raza avileña-negra ibérica en Madarcos, pronuncia esta sentencia que voy a grabar en mármol: 'de aquí te puedes llevar una mierda de vaca; pero el coronavirus, no'.
• Recibo carta desde Villaralbo, provincia de Zamora. ¡La quinta población más habitada de la provincia!, de dice, orgullosa, María José. Para ser el quinto de Zamora basta con tener mil ochocientos habitantes, en eso consiste la España poco habitada. Todo lo que quiere María José es contarme cómo es un día de confinamiento en su casa. A saber: ella y sus dos niñas, 3 años la mayor, uno y medio la pequeña, se despiertan cuando amanece. Desayunan, cantan el Facciamo y se ponen a jugar. El abuelo Fernando, que vive cerca, toca el claxon cuando llega, salen al patio de delante y él les da el pan, las magdalenas y la fruta. Se informan de que todos siguen bien y se marcha. Hacen videollamada a papá, que está trabajando en el norte, y se cuentan cosas. Sara, que es la pequeña, se pone a darle besos al teléfono y casi no hay manera ni de verle a él la cara. Algunas tardes viene el otro abuelo, Eloy, a traer huevos y natillas. El viernes trajo aceitadas que hizo la abuela. Lo mismo: conversación a distancia y él se vuelve para casa. Y más juegos. Y la merienda. Y la cena. Y cuando las niñas caen rendidas, María José se pone una serie y desconecta. Dice que lo único que sabe de lo que pasa en el mundo es lo que contamos aquí por la mañana. Qué responsabilidad.
• Isabel tiene a su madre, de 83 años, en una residencia de la sierra de Madrid. No hay ningún caso de coronavirus, pero están todo el día pendientes del teléfono por si les toca la ruleta rusa. La madre de Isabel, que es muy seria, cose mascarillas para los internos y enseña a las otras abuelas a hacer ganchillo. El otro día, cuando hizo la videollamada, a Isabel le pasó algo que la dejó helada: su madre, que nunca ha sido cariñosa ni dada a decir algunas cosas, se despidió diciendo 'cuidaos mucho, os quiero'. Nunca antes se lo habían escuchado. 'Os quiero'. Y a Isabel se le heló la sangre, me cuenta, porque cree que su madre lo hizo al saber que hay tantos mayores que estos días se han ido precipitadamente y sin poder despedirse.
• Una oyente me ha dicho que no le gustó la entrevista de ayer a un hombre mayor, interno en una residencia, que vive con angustia la desaparición de otros mayores como él sin que perciba que se tomen las medidas de protección que preserven a los demás del contagio. Me pregunta la oyente 'cuál era el mensaje' que pretendía con esa entrevista. Quizá tengo que aclarar que las entrevistas no tienen mensaje. Ni lo pretenden. Quien habla, en cada momento, cuenta lo que está viviendo él, o ella. Cuenta cómo lo está viviendo y cómo lo está sintiendo. Médicos, enfermeras, cuidadores, pacientes, residentes, investigadores. A ratos, animados. A ratos, desfondados. Quien está aliviado porque ha superado el coronavirus cuenta reconfortado su alivio. Quien está angustiado porque teme enfermar, cuenta agitado su angustia.
• En una situación como ésta no hay sólo historias de personas que sobreviven, ni hay solo historias de personas que mueren; no hay solo historias de personas que graban vídeos de aliento, ni hay solo historias de personas para las que el aliento hoy no es posible; no hay sólo vídeos de bromas que hacemos confinados en casa ni hay solo vídeos de médicos que fabrican batas con bolsas de basura. En una situación como ésta, todas esas historias juntas componen la historia total de lo que nos está sucediendo. Los buenos momentos. Los malos momentos. Lo que podremos arreglar. Y lo que ya es irreversible.
• Yo creo que el aliento no puede estar reñido con la verdad. Creo que el ánimo para reconstruirnos cada noche y reinventarnos cada mañana no puede basarse en la mirada distraída. Ni en el ocultamiento. Llegarán días mejores, claro que llegarán. Pero cuando esos días lleguen ya no estaremos todos. Y tenemos (creo) que entender que ésa es la herida más honda que nos va a quedar.
Gracias, María. Y gracias al padre de María, que veo que es quien nos escucha.
• A Jacobo le hace ilusión llegar a esta hora al hospital y encontrarse con un cartelón que dice 'todas las manos de España están con vosotros. Gracias'.
• Diego se ha metido en un problema, y él lo sabe. Se inventó una broma para distraer a su hija Gala, de dos años. Cada día, cuando van a ser las ocho de la tarde, va hasta el telefonillo de casa, lo descuelga y finge que habla con los vecinos. 'Sí', les dice, 'Gala se ha portado fenomenal. Por supuesto que sí, ahora mismo salimos'. Y entonces salen al balcón, como si fuera la plaza de San Pedro, los vecinos aplauden, como todos los días a las ocho, Gala se alegra mucho de que le reconozcan su esfuerzo de niña confinada, el vecino de enfrente pincha la canción de Los Lunis y ella se va para el baño y de ahí, a la cama. El problema, me dice Diego, es qué vamos a hacer cuando todo esto pase. ¿Qué pensará mi niña, que se ha portado mal, que a los vecinos ya no les interesa? Y lo que es peor: ¿creerá que, como no suenan los Lunis, ya no hay que irse a la cama? He aquí un padre afectado por el síndrome de 'La vida es bella'.
• Y he aquí un niño, al que van a escuchar ahora, afectado por el síndrome de inventémonos el Facciamo. Esto, criatura, se nos ha ido de las manos.
Bien, ni la menor idea de lo que está diciendo el pequeño ruiseñor. Pero algún día crecerá y se sentirá orgulloso de habernos ayudado a todos, esta mañana, a mirar más allá de las próximas horas, y los próximos días y hasta los próximos años. La frase de un padre campesino que nos contó aquí su hijo: 'Siempre que hubo tormenta, terminó'. Y el cielo volvió a ser azul. Hagamos ver que ya lo es. Facciamo, finta, che.
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