SEMANA SANTA

La curiosa procesión de Semana Santa que regala monas, caramelo, bocadillos o empanadillas

Ni incienso ni pétalos: en la Semana Santa de Murcia, lo que llueve desde los balcones y se reparte a manos llenas son caramelos, huevos cocidos, empanadillas y hasta bocadillos.

🍬 Hay vida más allá de la torrija: los dulces más típicos de la Semana Santa

Miriam Méndez

Madrid |

La curiosa procesión de Semana Santa que regala monas, caramelo, bocadillos o empanadillas
La curiosa procesión de Semana Santa que regala monas, caramelo, bocadillos o empanadillas | Pixabay

En plena ebullición de tambores solemnes, cirios encendidos y mantillas negras, hay una procesión que rompe moldes a golpe de sabor. Porque sí, en este rincón de España, la Semana Santa no solo se vive con fervor… también se saborea.

Entre estampas religiosas y cánticos tradicionales, lo que vuela desde los balcones no son pétalos ni saetas, sino monas de Pascua, caramelos, bocadillos y hasta empanadillas. Una procesión única donde la devoción y el apetito marchan de la mano, conquistando estómagos y corazones a partes iguales.

Murcia, siglo XVII. Una penitencia cubierta de caramelo

En la Murcia del siglo XVII, cuando el sol acariciaba las viejas piedras de la ciudad, las campanas repicaban al compás de una tradición que aún resuena con fuerza en la actualidad: las procesiones de Semana Santa. Un fervor religioso que recorría las callejuelas murcianas, no solo con el peso de los pasos de los escultores más grandes de la época, sino también con el dulce y colorido aroma de los caramelos. Porque sí, en Murcia, la penitencia siempre ha tenido un toque dulce, literalmente.

En el remoto eco de las procesiones murcianas de antaño, la pena no solo se medía en pasos descalzos ni en rezos susurrados. También se ofrecía en forma de gestos sencillos, tan humildes como caramelos y dulces. Los nazarenos, ocultos bajo capotes herméticos y túnicas almidonadas, llevaban consigo cestas de viandas, pequeños bocados y caramelos envueltos con mimo, en un acto de entrega, que iba mucho más allá de un mero símbolo o sustento.

Mientras los pasos avanzaban entre incienso y silencio, se tejía un intercambio callado entre los cofrades y el pueblo: un dulce en la mano tendido del espectador, una sonrisa tras el anonimato del capuz. Algunos dicen que aquel gesto nació de una necesidad espiritual: los penitentes que, resguardados tras el anonimato, buscaban redimirse regalando un detalle a quienes habían ofendido. Así, el caramelo adquirió una nueva carga simbólica: ya no solo era azúcar fundido, sino perdón envuelto en celofán.

No obstante, como casi todo lo que florece en tierras murcianas, esta peculiar tradición se identifica con el sello de la huerta. En esta ciudad española, donde la generosidad crece a la misma velocidad que los limoneros y el calor de abril lo impregna todo durante los días de la Semana Santa, compartir comida y dulces es tan natural como respirar. La penitencia, en Murcia, no amarga: se mastica lentamente, con sabor a anís, a miel, a infancia.

Un edicto, ingenio y un puñado de caramelos

Pero no todo fue siempre azúcar y complicidad. En el año 1712, esta dulce tradición se topó de frente con un edicto. El cardenal Luis Belluga, obispo de la Diócesis de Cartagena, alzó la voz contra lo que consideraba una desviación del espíritu penitente y prohibió tajantemente el reparto de viandas durante las procesiones. “Ni dulces, ni cosa alguna”, rezaba el documento. La orden fue clara. No obstante, la respuesta de los murcianos, como siempre, fue más ingeniosa que rebelde.

Si no se podía compartir comida, se debía optar por actuar con astucia. Los nazarenos sustituyeron las voluminosas monas y huevos por pastillas de caramelo: pequeñas, discretas y fácilmente camuflables en el interior de las túnicas. Así nació una nueva liturgia dulce, una forma de burlar la severidad con ingenio y mantener vivo el espíritu generoso de la celebración. Lo que comenzó como alimento para reponer fuerzas se convirtió en gesto simbólico, y lo simbólico, con los siglos, acabó siendo patrimonio cultural.

Fue entonces cuando la creatividad repostera de Murcia entró en escena. Confiterías como El Turro, Ruíz Funes, Ros o Alonso comenzaron a elaborar caramelos a medida para estas fechas. No eran simples golosinas: eran versos azucarados, pequeñas joyas envueltas que hablaban de la mujer murciana, de la Semana Santa, de la tierra, incluso de política y humor. Los caramelos, alargados y envueltos con mimo, se convirtieron en un lenguaje paralelo de la procesión.

Una herencia que sigue viva

Hoy, más de tres siglos después de aquel edicto, la costumbre no solo ha sobrevivido, sino que se ha convertido en una de las señas de identidad más queridas y celebradas de la Semana Santa murciana. Basta con acercarse a cualquier procesión para ver cómo los nazarenos, con sus características túnicas, medias bordadas y esparteñas, caminan con un paso singular, mientras de sus “buches” cuelgan caramelos, monas, huevos cocidos, habas frescas e incluso, en algunos casos, pequeñas empanadillas o bocadillos envueltos en papel de aluminio.

El “buche” no es otra cosa que una especie de zurrón o bolsa que rodea el cuerpo del nazareno, justo a la altura del vientre, y que cumple una doble función: simbólica y práctica. Porque aunque la penitencia sigue presente, también lo está la hospitalidad. A cada paso, los caramelos vuelan por el aire y aterrizan en las manos, o bolsillos abiertos, de niños, adultos y visitantes que viven esta tradición como un juego, un regalo, una comunión festiva con la cultura local.

Y no son gestos improvisados. En muchas familias murcianas, llenar el buche se convierte en una suerte de ritual previo a la Semana Santa. Se preparan kilos de caramelos, se encargan monas de Pascua, se cocinan huevos y se seleccionan dulces artesanos. Todo para cumplir con una costumbre que ya no se entiende como una excepción, sino como parte esencial del desfile.

Caramelos con acento murciano

No son simples golosinas: en Murcia, los caramelos que vuelan por el aire cada Semana Santa son fragmentos comestibles de historia, identidad y picardía popular. Los más emblemáticos son las famosas pastillas murcianas, unos caramelos alargados, duros y translúcidos, que desde el siglo XIX se elaboran en confiterías con solera como El Turro, Ruiz Funes o Ros. ¿Su sello más distintivo? Un envoltorio que no solo guarda el dulce, sino también un pequeño poema, una frase con guiño huertano o incluso una crítica social encubierta, al más puro estilo de las fallas valencianas pero en versión miniatura.

Sabores intensos y sencillos —anís, limón, menta, fresa, regaliz— estos caramelos que han endulzado generaciones y que muchos murcianos aún conservan en cajitas de lata como tesoros nostálgicos.

Aunque la mayoría se adquiere ya hechos, algunos valientes aún se atreven a elaborarlos de forma casera, reviviendo recetas que han pasado de abuelas a nietos con mimo de reliquia. ¿Te animas a prepararlos? Te facilitamos una receta tradicional de pastillas murcianas. Los ingredientes son los siguientes:

  • 400 g de azúcar
  • 200 ml de agua
  • Unas gotas de esencia natural (anís, limón, menta…)
  • Colorante alimentario (opcional)
  • Moldes pequeños de silicona o una bandeja engrasada

Su proceso de elaboración comienza en un cazo, donde se funden 400 gramos de azúcar con 200 mililitros de agua. La mezcla se lleva a ebullición, sin remover, hasta alcanzar el punto justo de caramelo, unos 145 grados centígrados, ese instante preciso en el que el líquido empieza a transformarse en ámbar crujiente.

Es en ese momento cuando se incorporan unas gotas de esencia aromática, puede ser anís, menta, limón o regaliz, según la tradición familiar o el capricho del día y, si se desea, una pizca de colorante alimentario para darle carácter visual al dulce.

Con rapidez, antes de que el caramelo comience a endurecerse, se vierte la mezcla en pequeños moldes de silicona o sobre una bandeja engrasada. Solo queda esperar a que enfríen por completo ¡y listo!