Confesaba hace poco Michel Sánchez, entrenador del Girona, que no le parecía de recibo ver partidos de peques con padres coléricos en la grada y críos mandando callar después de marcar un gol. No le falta razón, cuando uno es esponja, absorbe e imita sin discriminar y eso en el deporte tenemos que cuidarlo.
De la final de la Cartuja nos podemos quedar con la kaleborroka actitud de Antonio Rudiger tirándole un iceberg de hielo al colegiado… O con el pasillo deportivo entre los 2 clásicos antes de que las autoridades desde el palco les rindiesen pleitesía. Creo que son más los momentos de sentir orgullo, pero los instantes de bochorno como que se multiplican más, se hacen más presentes. Si el poeta tiene facilidad para escribirle al desamor, nosotros en los medios le solemos hacer hueco más rápidamente al escarnio.
Todo queda por debajo de un Barça campeón ante un Madrid irreductible. Gloria eterna a una pelea como esta donde la entereza, la fortaleza, la resistencia siempre alcanzan cotas inéditas. Si los de Flick ya no se amilanan ante la adversidad, si los jóvenes palian la falta de experiencia con descaro, los de Ancelotti siguen demostrando que en situaciones de exigencia máxima… Se vacían hasta la extenuación.
Tuvo de todo lo de Sevilla. El viernes lloró un árbitro, otro amenazó no se sabe con qué, el Madrid amagó con una “espantá”, la Federación se hizo la longui mientras montaba una final arábiga trayendo el trofeo en patinete-dron con el recinto a oscuras en una orgía de luces estroboscópicas. El Rey con su ración de aplausos y silbidos. Presidentes de comunidad con la sonrisa falsilla todo el rato puesta. Y todo en un horario golfo (presencia ante los medios a las 2:30 de la mañana) porque los españoles somos los más chuletas de Europa y establecemos nuestro primetime cuando nos da la real de la gana. Así vivimos el Clásico del siglo… De todos los años.
Menos mal que hay más revanchas entre ambos que youtubers en Andorra.
