Se lo han impedido la obsesión soberanista y el chantaje de la CUP. Y no sólo en los presupuestos, sino en cualquier movimiento sospechoso, de forma que el honorable Puigdemont, un señor de la burguesía, inspira cierta ternura porque se ha convertido en rehén de los anticapitalistas. O los anticapis, como se estila en el lenguaje cursilón de Podemos.
Estaba claro que un delfín de Artur Mas no podía nadar mucho. Menos aún cuando Oriol Junqueras no ha hecho otra cosa que amaestrarlo como una mascota. Puigdemont se desgasta, se carboniza, igual que le sucede a su partido. La última encuesta de La Vanguardia coloca al PedeCat en diez escaños por debajo de Esquerra Republicana.
Se diría que los catalanes prefieren el original a la copia. Y que recelan de un político, Puigdemont, cuya prisa por llegar a la independencia -de cualquier manera y a cualquier precio- desvirtúa o frivoliza la aspiración misma. La despoja de épica. La convierte en un calentón.
Puigdemont es el presidente de todos los catalanes, pero sólo gobierna para la mitad. Y se ciñe, se circunscribe, al aparato de propaganda. Aprendió a utilizarlo en su pasado de periodista. Y lo maneja desde el victimismo, colocándose delante de los mártires de Madrid. Y perseverando en una impostura melodramática que pretende redondear organizando un pucherazo con urnas de cartón.
No he hablado de su pelo porque me parece una frivolidad. Pero es lo primero que aparece en el algoritmo de Google. Lo segundo que aparece es peluca. No sé si me explico.