OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "Banderas de nuestro fútbol"

Llegó la quinta. Otra vez Champions para la próxima temporada. El domingo, duelo entre dos conjuntos que ya tienen título este año: buscando el doblete tanto el Sevilla como el Barça.

Carlos Alsina

Madrid | 19.05.2016 08:14

En el Vicente Calderón y con el rey Felipe allí presente porque la copa lleva el nombre de la corona: la final de la copa del Rey que la delegación del gobierno de Madrid (o sea, el gobierno) ha declarado de alto riesgo con previsión de que asistan cuarenta mil aficionados de ambos equipos. Fin de semana de grandes acontecimientos en Madrid: el domingo la final de copa, el sábado el concierto de Bruce Springsteen. En el espectáculo que va a ofrecer el músico no se espera que nadie le silbe. En el fútbol, por el contrario, todo el mundo sabe que una parte de la afición barcelonista —que confunde el independentismo con la ofensa a los símbolos nacionales— tratará de repetir la pitada al himno (y al rey) de la final del año pasado. Aquella fue en el Camp Nou y la otra afición era la del Athletic de Bilbao. Ésta vez es en Madrid y con la afición sevillista enfrente.

Quizá ésa diferencia la que ha llevado a la delegada del gobierno, Dancausa, a tomar una decisión controvertida y jurídicamente muy discutible (luego se lo preguntaremos). Alega que la ley contra la violencia permite prohibir todo símbolo o bandera que propicie conflictos para prohibir que los aficionados lleven banderas independentistas, la estelada. Pero la ley lo que dice es que por acto racista o intolerante se entiende la exhibición de banderas que contengan mensajes intimidatorios o de incitación al odio. Meter en ese saco a la persona que lleva una estelada tiene, en mi opinión, poco fundamento.

La estelada, que como nos explicó aquí el independentista mayor del reino (o del condado de Barcelona) Oriol Junqueras, cuando le preguntamos por qué no la había izado nunca en su ayuntamiento, no representa ni a Cataluña ni a los catalanes.

La estelada ni es la bandera catalana ni encarna otra cosa que un deseo, el de quien la hace ondear de que la comunidad autónoma en la que reside alcance algún día la condición de estado independiente.

Llevarla consigo al estadio revela qué idea tiene el que lo hace de este espectáculo deportivo. Que no es tanto su afición al fútbol como su afición a utilizar el fútbol como altavoz para su reivindicación independentista. No es tanto un aficionado al Barça como un aficionado a la Independencia Fútbol Club. Y es el propio Barça quien le ha convencido, por cierto, de que ser una cosa equivale a ser la otra.

Por eso Puigdemont dice que no va. Porque a él, presidente carambola necesitado de banderas propias con las que construirse un nombre, le ha obsequiado la delegación de gobierno con ésta tan golosa. Mártir de la libertad de expresión que asume el durísimo sacrificio de perderse el palco del Calderón. Y así se diferencia de Artur Mas, cuya forma de hacerle la peineta al gobierno central y a la corona fue sonreir como una hiena en la final del año pasado mientras se producía la pitada al himno nacional de España.

Otegi se fue encantado de que un grupo de diputados del Parlamento catalán se devaluaran a sí mismos confundiendo al ex terrorista con un político de talla.

No hay impedimento legal para que el tal Otegi sea invitado al Parlamento de Cataluña. Ciertamente, lo que tampoco hay es obligación de invitarle a que suelte allí su perorata.

A la CUP se la vio tan emocionada como cuando David Fernández, el de la alpargata, se lo comió a besos en la puerta de la cárcel de Logroño. Orgullosa la CUP y orgullosos los del Junts pel Sí de haber convertido el parlamento catalán en una herriko taberna.

Como dijo ayer uno de los representantes de las víctimas de ETA, cuando quieran pueden invitar a otros delincuentes excarcelados. Al violador del Eixample, por ejemplo. El segundo, que ya salió. A ver si Forcadell le pone el cojín para que se sienta cómodo. O a Fouad El Morabit, el terrorista del 11M, que también está ya en libertad. A qué esperan para convocarle.

La historia de Otegi no es la de un joven alocado que en una noche de juerga en la que estaba de coca hasta las orejas disparó sin saber lo que hacía al propietario de un comercio y ahora que ha rehecho su vida da conferencias sobre lo nociva que es la violencia. La historia de Otegi es la de un tipo al borde de los sesenta cuya único oficio conocido ha sido el de militante, activista y propagandista del terrorismo de ETA que viendo que los años van pasando y que el tren del terror sólo da vueltas sobre sí mismo, se apea de ese tren y se sube a otro que confía en que le lleve al destino por el que siempre ha suspirado, que es el poder. El poder político. Poder vivir de la política. No es un converso a la causa de la no violencia. Todo lo contrario: él es la consecuencia del fracaso de la vía violenta. Y por todo ello no es Mandela. Ni la hermana Teresa. Es Otegi, el mismo de siempre con el mismo doblez de siempre y con la misma prédica de todo a cien envuelta en expresiones de cartón y frases prefrabricadas para simular que es un pensador cuando no pasa de ser un impostor. Actúe en el Parlamento catalán, en Bruselas o en la herriko taberna.