Si nos fiamos del estudio de GAD3 que hoy se publica, no se le puede pedir más, porque tres de cada cuatro españoles lo valoran positivamente. Es decir, que ha devuelto a la Corona el prestigio perdido por motivos que no es preciso recordar. Desde el punto de vista de sus funciones constitucionales, no se ha salido ni un milímetro.
Como valoración ética, no hay un solo reproche que hacerle, con lo cual consigue el objetivo de ser ejemplar, que había prometido en su proclamación. Como cara visible de España en el exterior, aquello tan valorado de su padre como mejor embajador de España, goza de aprecio, pero le empujaría a una mayor presencia en Iberoamérica. Como jefe del Estado, cumple las funciones de moderar, templar y arbitrar con máxima discreción; que nadie le pueda decir que se mete en la política ordinaria.
Y está claro que es el símbolo de la unidad del Estado, como le encomienda la Constitución, y por eso el secesionismo lo quiere derribar. Que todo esto lo haya conseguido en medio de la crisis catalana, tres elecciones generales en cinco años y seis rondas de consulta dice mucho a su favor. Pero eso no se nota en el balance. Se le nota en la barba casi blanca y en las huellas que cinco años han dejado en su rostro. El poder lo desgastó. Pero solo en su aspecto exterior.