Rubén Amón | @Ruben_Amon
Madrid | 07.09.2017 09:53
El Big Luciano. Por su tamaño, por su su carisma, por su fama universal, adquirida mucho antes de alinearse en el triunvirarto de Domingo y de Carreras, pero multiplicada a partir de entonces en una fórmula tan anómala como la ópera de masas.
Pavarotti llenaba estadios. Vendía discos. Y esta faceta comercial no descuidó la coherencia, la luz, de su carrera convenciona. Que convencional nunca fue. Y sí luminosa. Pavarotti cantaba con la naturalidad de quien da los buenos días. Y con la calidez mediterránea de un amanecer en Nápoles.
Aunque él era del Norte, de Módena. Niño de la guerra que asimiló sus primeras nociones del ritmo con el metrónomo de las ametralladoras.
Templó sus cuerdas vocales la misma leche de la nodriza que amamantó a Mirella Freni. Y juntos compartieron los mejores teatros, las mejores grabaciones. Como el desenlace de La Bohème.
Estuvo Pavarotti a punto de malograrse como agente de seguros. Y lo malogró finalmente un cáncer de pancreas. Hubo eclispse de sol aquella mañana.