Madrid |
Nos sorprendía esta semana la muerte de Lucía Bosé, también ella víctima del coronavirus. Y no voy a decir que la puta enfermedad no distingue de fronteras, escalas sociales ni profesiones, pero claro que discrimina edades.
Se ceba con nuestros ancianos, aunque Lucía Bosé no pareciera una anciana. Tanto ella como sus hijos siempre y sus nietos me han parecido de otra especie. No digo alienígenas, pero desde luego criaturas verticales y singulares.
Ya se ocupaba Lucía Bose de diferenciarse con su pelo azul. Y comienzo a sospechar que no se lo teñía. Y que era su pelo de verdad. Un personaje de Avatar parecía la actriz. Y más que parecer, se había convertido en uno de esos ángeles en los que tanto creía. Ya digo, un sujeto inmaterial al que no pudo resistirse Luis Miguel Dominguín.
Y si quiso resistirse ella. Le dio calabazas al matador infalible, le provocó una gran desdicha a la que quiso poner remedio fingiendo una fractura de tobillo. Hasta se escayoló la pierna el torero. Pretendía así demostrar a sus allegados y partidarios que Bosé no se le resistió. Tuvo que retirarse él mismo por culpa de un accidente.
Enamorarse, se enamoraron. Y casarse, se casaron, nada menos que en Las Vegas. La ciudad de la mentira no podía prodigar un matrimonio de verdad, aunque Lucía Bosé tardó 12 años en darse cuenta. Y en percatarse de que el macho ibérico y la paloma solo quedan bien juntos en los cuadros de Picasso.