El monólogo de Alsina

El monólogo de Alsina: Ébola, la búsqueda contrarreloj de un remedio

Les voy a decir una cosa.

Rick Sacra tiene 51 años. Es médico. El mes pasado estaba en Liberia, pero desde primeros de mes ocupa la cama número 10 de la unidad de aislamiento del Centro Médico de Nebraska. El doctor Sacra pertenece a una ONG fundada hace más de cien años para evangelizar el África Occidental, Serving in Mission, más conocida por su acrónimo, SIM. A finales de julio supo que un colega suyo, Kent Bratley, se había contagiado de ébola en Liberia e iba a ser repatriado a Estados Unidos.

ondacero.es

Madrid | 22.09.2014 20:14

Fue entonces cuando él se ofreció a ir a África a tomar el relevo. Mes y medio después se repitió la historia y fue él quien hubo de ser evacuado e ingresado en un hospital de Nebraska. Para entonces, su compañero Bratley se había convertido en la primera persona a la que se trataba con un suero experimental, el ZMapp de la compañía farmacéutica Mapp. Y la primera persona, también, que después de recibir ese producto, sanaba. Habiéndose curado, el doctor Bratley se convertía en un occidental inmunizado: su organismo había superado la prueba. Por eso, cuando Rick Sacra regresó enfermo a Estados Unidos, él se ofreció a donarle su sangre. Sus tipos sanguíneos coinciden y nada se perdía por intentarlo. Dos semanas después, y aunque los médicos son muy prudentes, su último pronóstico es que Sacra pueda recuperarse por completo. Recibió dos transfusiones de sangre del doctor Bratley pero recibió también el suero, el ZMapp que no podrá recibir, Manuel García Viejo porque las existencias del mismo están agotadas. Cuando hoy el hospital madrileño que atiende al misionero dijo que se van a probar otros tratamientos se refería a un segundo suero canadiense, el TKM de la compañía Tekmira, y se refería, sobre todo, a este otro método: la transfusión de sangre de un paciente curado a un enfermo. La búsqueda, contrarreloj, de un remedio. El riesgo asumido de emplear métodos aún poco explorados.

Hay ocho mil personas cuyos nombres no conocemos. Por cuyos nombres nunca hemos preguntado. Y luego hay cuatro, cinco, seis de los que sí hemos oído hablar. Y cuyos nombres, unos más que otros, sí nos suenan. Kent Bratley, Nancy Writebol, Miguel Pajares, Rick Sacra, William Pooley, Manuel García Viejo. Hay, en fin, personas por cuyos nombres han preguntado los medios pero que no han sido difundidos: una doctora francesa de Médicos sin Fronteras, un científico de la Organización Mundial de la Salud, de origen senegalés, que está siendo tratado en Alemania.

Los ocho mil anónimos tienen en común, aparte de ser negros, que nacieron allí, en los tres países más severamente golpeados por el ébola. Son nacionales. Son de allí. Y seguramente por eso aunque sean ocho mil, entre contagiados y difuntos, y aunque su número haya aumentado lo bastante deprisa para que la ONU lanzara hace hoy siete días un llamamiento de emergencia, no han conseguido que el resto del mundo le preste (le prestemos) a este asunto la atención que quienes están allí nos reclaman. Sin pretenderlo, sin buscarlo, Miguel Pajares -en agosto- y Manuel García Viejo -desde anteayer- han añadido a su encomiable labor de ayuda desinteresada a gente humilde este otro mérito que es hacernos tomar conciencia de lo que sigue pasando. Asumamos, sin rasgarnos mucho las vestiduras, que las cosas son así: la Organización Mundial de la Salud, Margaret Chan, dijo el martes pasado que este brote no tiene parangón en la historia reciente; Obama dijo el miércoles que la epidemia estaba fuera de control; Francois Hollande dijo el jueves que es urgente detener los contagios y Naciones Unidas, que ese mismo día celebró un consejo de seguridad extraordinario, añadió que el ébola es una nueva amenaza a la paz de la región. Pero nada de todo eso tiene el efecto, el impacto, la presencia en los medios de comunicación de un país que el hecho de tener a uno de sus nacionales entre los contagiados. Lo que no consiguen los llamamientos de las organizaciones internacionales y los mensajes que, desde el terreno, emiten las ONGs lo consigue, sin pretenderlo, la persona que resulta contagiada. Consigue que en su país el ébola se convierta, al menos por un par de días, en el gran tema. Consigue que nos interesemos de nuevo por la enfermedad, por sus efectos y por la búsqueda contrarreloj de un remedio.

El ébola no es siempre letal. No todo aquel que se contagia acaba muriendo. Supervivientes hay en Sierra Leona, en Liberia y en Guinea. Ser repatriado no es garantía -lo supimos, desgraciadamente, con Miguel Pajares- de superar la enfermedad, como permanecer en Sierra Leona no lo es de sucumbir a ella. La tasa de mortalidad es superior al 85 %, pero así como en la evitación del contagio -la higiene, los hábitos, los recursos- hay una enorme diferencia entre que ocurra en Sierra Leona o que ocurra, por ejemplo, en Europa (donde es más factible prevenir y aislar), en lo que es la supervivencia a la enfermedad, una vez contraída ésta, no hay grandes diferencias entre ser empleado negro de un taller en Monrovia y enfermero blanco de una clínica de Suffolk. Una vez tienes dentro el virus, todo depende de cómo reaccione tu organismo, su fortaleza y su rapidez para combatir al intruso. La diferencia no está en el paciente ni en el hospital donde está siendo atendido, sino en la disponibilidad de los tratamientos que, con carácter experimental, se están probando aquí, en el primer mundo; tener acceso a este suero (el más conocido de los posibles remedios aún en fase de prueba) que se llama Zmapp. Aún no se sabe por qué en Bratley, en Sacra, en el británico Pooley, el efecto fue tan positivo mientras que en Miguel Pajares, o Abraham Borbor (médico iberiano)no alcanzó a tenerlo, o no a tiempo. Sí se sabe, sin embargo, que cuando Sierra Leona solicitó a la OMS el traslado de una doctora de allí, Olivet Buck, al hospital alemán donde estaba siendo atendido ya un enfermo de Ébola, la respuesta de la organización fue negativa: alegó que sólo puede trasladar a su propio personal y que evacuar a una doctora local sentaría un precedente que obligaría a preguntarse por qué no se evacúa a todo el personal sanitario que resulte infectado. La pregunta -o la respuesta- es incómoda. Tanto como la evidencia de que si no hay Zmapp disponible para pacientes europeos, aún lo hay menos para guineanos, liberianos y sierraleoneses.

Manuel García Viejo, que además de religioso es médico especialista en enfermedades tropicales, se negaba al principio a abandonar Sierra Leona porque entendía que su sitio, enfermo o sano, era ése. Si admitió finalmente ser repatriado no fue tanto por él como por las personas que están pendientes de él, su familia, que, en una situación tan incierta como ésta, encuentra tranquilizador, reconfortante, tenerle cerca. Aunque sea para recibir una transfusión de sangre de otro enfermo convaleciente que también fue repatriado.

Cuando la semana pasada William Pooley, el enfermero británico curado del ébola, se atrevió a contar por primera vez cómo han sido para él estos días de no saber si viviría contó que el momento más difícil en todo este proceso, no fue cuando me diagnosticaron el ébola en Sierra Leona, sino cuando, unas horas después, cogió el teléfono para llamar a casa. Lo peor fue decirle a sus padres: “Lo tengo, me he contagiado”. Y escuchar, al otro lado, una pregunta: “¿Cuándo te traen en casa?”.