Se llama cinismo, realpolitik. Si España no firma el contrato del AVE o de las corbetas, lo hará otro país occidental más cínico todavía -allí estaba Nicolas Sarkozy con el turbante en la cabeza-, de forma que Felipe VI ha ejercido de seductor, partiendo de las buenas relaciones diplomáticas y personales que había cultivado su padre en el oásis marbellí.
Y no era cuestión de ponerse exquisito en Ryad. Ni de recordarle al rey Salman que en Arabia Saudí se vulneran enciclopédicamente los derechos humanos. Tanto se castiga la homosexualidad con la pena de muerte como se degrada la mujer a un papel vegetativo.
Y se gobierna con la sharia, la ley islámica, no ya entre los límites de la propia satrapía, sino fomentándola por el resto del mundo con la doctrina oscurantista y perversa del wahabismo.
Nos preguntamos qué sentido tiene entonces escandalizarse por el auge del terrorismo yihadista, condenarlo, aborrecerlo y blanquear después a los países que se ocupan de financiarlo, implícita o explícitamente.
Una treintena de empresarios componía la corte de nuestra majestad. Y sobrentendía la misión que la prioridad de los negocios subordinaba la oportunidad de cuestionar la letra pequeña o los versos satánicos de una dictadura religiosa y feroz.
Que lo parece menos cada vez que los occidentales nos sometemos a ellas. O cuando amalgamamos las monarquías- Quizá porque el petróleo predispone a la amensia y a la inmoralidad. Y luego diremos que el terrorismo islámico es nuestra gran amenaza.
Amenaza y realidad, pues igual hace falta recordar que Madrid, España, sigue siendo la ciudad, el país, donde se ha producido la mayor masacre yihadista de Europa.