Desde los Carrington y los Colby no se recuerda nada parecido a lo de Iglesias y Rivera. Hay menos ganas de intimar ahí que entre los Channing y los Gioberti, los Stark y los Lannister, Pedro y Susana. En la cuenta atrás hacia una campaña electoral que no hace falta que empiece porque, en realidad, nunca terminó, todos aspiran a ser los Ingalls, los buenos de la película. Visto lo visto, le traería más cuenta al PSOE convertir la reunión de esta tarde en un careo Iglesias-Rivera con Sánchez en el papel de árbitro a mayor gloria de sus siglas. Eso, o mandar la reunión a hacer puñetas en vista de que Podemos y Ciudadanos demostraron ayer tan vehemente deseo de empezar cuanto antes con los mítines.
En el Congreso, zurriagazo va zurriagazo viene, Pablo y Albert demostraron que, a la hora de bajar al barro, la nueva política guarda un asombroso parecido con la política de siempre. Brocha gorda, exageración sobreactuada y caracterización del adversario como lo peor que le puede pasar a España. El otro siempre tiene más trapos sucios que uno mismo y así debe ser repetido una y mil veces. Ya sabemos cómo va: Rivera le menciona a Iglesias “Venezuela”, la palabra criptonita, e Iglesias le menciona a Rivera lo de Libertas, el partido aquel con el que fue una vez de la mano a las europeas. Iglesias se ríe de la falta de hondura que él, humildemente, percibe en el discurso de Rivera y éste le acusa de enchufar a las novias, los amigos y los colegas. Y Sánchez y Rajoy esperando a que los chicos dejen de darse tortas.
A veinticuatro horas de intentar ponerse de acuerdo, festival de zascas. Extraña forma de acercamiento es ésta, amigo Sancho. Parecía que el mayor morbo de la reunión de hoy iba a ser ver las caras de los negociadores de Podemos al estar mano a mano con una de sus bestias negras, Jordi Sevilla —-el neoliberal, dicen, que hace programas de derechas y trabajó para PriceWaterHouseCoopers, vade retro— pero ahora va a estar en las miradas, de reojo, que se dirijan los de naranja y los de morado. Ay, qué poco nos gustamos mutuamente y cuánto empeño ponemos en que nadie lo olvide, Pedro.
Fue el primer —y quizá último— debate parlamentario de entretiempo. Para abrir boca de cómo podría ser la legislatura y, si no se produce una investidura, volver a cerrarla hasta que pasen otra vez las urnas. Rajoy en presidente prorrogado, estirando su mandato mientras llega el gobierno entrante (tal vez él mismo de nuevo) y Sánchez en líder de la oposición mayoritaria, como el último año y medio, pero conservando el traje de presidente futurible. Debatían, sobre el papel, la crisis de los refugiados y el acuerdo con el turco pero estaba debatiendo, un día más, sobre lo de siempre: cuánto puede gobernar quien sigue estando en funciones y cuánta vida le queda de presidente del Congreso a Patxi López. En qué consiste la labor legislativa cuando un Parlamento incumple la tarea de investir un nuevo presidente de gobierno.
El optimismo artificial, infundado, de pose, que el PSOE manifiesta ante el encuentro de forma parte del guión pedrista de alimentar el suspense hasta el final. Mantener la expectativa porque a ella le debe Sánchez su renacimiento político de estos tres últimos meses. “Hoy estamos más cerca de un gobierno del cambio”, se lanzó a decir la semana pasada, sabiendo que “estar más cerca” en las presentes circunstancias significa que antes estaba a cien años luz y a hora está a cien años luz menos menos un centímetro. Cerquísima, Luena, ya lo estoy tocando con los dedos.
Claro que Sánchez ha ocultado a casi todo el mundo los movimientos que estaba realizando para ganarse el apoyo de los independentistas. Su cita clandestina con Oriol Junqueras, celebrada el 15 de marzo y mantenida en secreto, ha encendido las alarmas en Ciudadanos y en el propio Partido Socialista. Porque la versión que de ese encuentro da Esquerra dice que Sánchez preguntó directamente qué pide Junqueras a cambio de apoyar su investidura. El precio. Es decir, que hizo justo aquello que prometió que no haría: buscar el apoyo de los independentistas.
La sombra del gatillazo se cierne sobre el aspirante socialista. Los tres tenores que juegan a hacer ver que algún tipo de acuerdo es aún posible le están dando, al final, la razón a Rajoy. Todo lo que les une a los tres es el afán por quitarle de en medio a él. “Cambio”, dicen. La palabra comodín que ha alimentado el discurso político en España desde antes de Felipe. Cambio. “Cambio” es que deje de gobernar el que está ahora y llegue otro. En el diccionario tripartito “cambio reformista” significa que gobiernen los Sánchez Rivera y “cambio progresista” que lo hagan los Sánchez Iglesias, porque para Podemos “progresista” equivale a estar ellos dentro y sin ellos, oiga, no hay progreso que valga.
Cambio de presidente. Descabalgar a Rajoy de la presidencia y evacuar de marianistas el palacio de la Moncloa.