En las islas Baleares, especialmente en Mallorca, todo el mundo conoce a La Paca, pero vamos a descubrir a esta mujer de vida propia de una novela, de un narcocorrido o de una película de serie negra.
La Paca se llama legalmente Francisca Cortés y nació hace 57 años en Mallorca. Es una mujer gitana que ha pasado un tercio de su vida huyendo, otro tercio delinquiendo y otro tercio encerrada en prisión, donde está ahora y donde va a permanecer varios años más. Hace cuarenta años, cuando apenas era una adolescente, La Paca tuvo su primer encontronazo con la policía. Se dedicaba entonces a los robos y a la venta de chatarra y huyó de aquellos temidos grises, la policía franquista, con un carro tirado por un caballo. Aquella joven Paca emprendió la huida campo a través y dejó atrás a tres patrullas de la policía.
Creció y mucho, como veremos ahora. La Paca fue luego una de las primeras ocupantes de Son Banya, uno de los primeros poblados chabolistas de España. Uno de esos intentos fallidos en los que las autoridades agruparon a la población gitana de Mallorca, para apartarla de los núcleos cercanos a la primera línea de playa. Son Banya se levantó en los años 70, en las inmediaciones del aeropuerto de Son Sant Joan. Es un poblado en forma de cuña, con una única entrada y una única salida, que muy pronto se convirtió en un ghetto. Allí, La Paca y su clan comenzaron a vender chatarra, pero muy pronto la mujer se dio cuenta de que muchos de sus vecinos, que no se deslomaban con la chatarra, se compraban buenas furgonetas y buenos televisores.
La Paca enviudó muy joven, cuando tenía treinta años –se había casado a los 14–. La droga mató a su marido, El Nano, y a uno de sus seis hijos, pese a que cuando alguno tenía el síndrome de abstinencia, el mono, ella los ataba a la cama. El caso es que con 30 años y cinco hijos en el mundo, La Paca se puso a mandar en Son Banya, ayudada por sus hermanos. Pronto comenzaron a dominar el poblado, aunque también empezó a engordar su historial delictivo: en 1990 llegaron las primeras detenciones y las primeras condenas, pero La Paca supo buscarse buenos aliados a los dos lados de la ley.
Para que el negocio funcionase como un reloj, el clan de La Paca trenzó alianzas con otros clanes de narcotráfico, especialmente de Barcelona, como los Jodorovich, que le suministraban las drogas que vendían luego en Son Banya. Según la Guardia Civil, el clan de La Paca mantenía fluidas relaciones con hasta seis grupos criminales distintos para que nunca faltase mercancía en su poblado. Pero La Paca sabía que necesitaba una mayor protección, la que solo dan aquellos que portan placa o uniforme.
Y es entonces cuando entra en escena un personaje fundamental para entender cómo esta gitana analfabeta se convirtió en una estrella del crimen: el inspector José Gómez, alias Pepote o el Guapo, que era el jefe de Atracos de la policía de Palma de Mallorca. La Paca se convirtió en su confidente: delataba a los atracadores a cambió de cierta inmunidad. Pero esta alianza, que durante muchos años resultó muy provechosa, supuso el principio del fin de La Paca.
Todo comenzó con un robo, un peculiar robo. Alguien habló de más y reveló el escondite en el que el clan de la Paca guardaba el dinero que ganaba con la droga. Unos desconocidos se llevaron en 2006 más de seis millones de euros del zulo que había junto a las cuadras de los caballos de carreras de un hermano de La Paca. El suceso desencadenó una verdadera cacería para descubrir quiénes habían sido los autores del robo y, sobre todo, para dar un escarmiento ejemplar a los ladrones.
Nunca se supo quiénes fueron estos audaces ladrones, pero las represalias fueron muy gruesas. Unos paraguayos denunciaron a la policía que les habían metido en una furgoneta. Allí les golpeaban y paraban de golpearles a las órdenes de La Paca. Uno de ellos dijo que fue la propia matriarca quien le cortó la oreja con un cuter como hace Michael Madsen en una tremenda escena de la película de Tarantino Reservoir Dogs.
Los paraguayos, aterrorizados, denunciaron entonces a la policía, concretamente a José Gómez, Pepote, lo que les había ocurrido. Y el inspector, conocido como El Guapo, vio oportunidad de hacer negocio. Él y su novia, la abogada María Ángeles López, que pasó a ser la letrada de los torturados por La Paca y su brazo armado.
La abogada y el policía Guapo le dijeron a La Paca que todo se podría arreglar con dinero. Que si ella pagaba, los yonquis retirarían la denuncia, se marcharían de Mallorca y nadie iría a la cárcel. Pero La Paca fue mucho más lista que el policía y tendió una trampa a su hasta entonces fiel inspector.
Es casi el argumento de otra película. La Paca y su hija Manuela, La Guapi, una mujer muy gruesa, acudieron a la cita con Pepote en una plaza. La Guapi llevaba una grabadora escondida entre los pechos. Para la trampa, la traficante tiró de otras amistades: pidió a un guardia civil que controlara la cita y a un policía local que la grabara en vídeo. Durante la charla grabada, el inspector Pepote le pidió a la Paca hasta 150 millones de las antiguas pesetas, unos 900.000 euros.
No se sabe bien lo que se pagó. La propia abogada reconoció que en una chabola le pagaron 300.000 euros, que ella dice que fueron en concepto de indemnización para sus clientes. Después, La Paca le dio otro tanto, otros 300.000 euros, a Pepote. Cuando los agentes que investigaron ese chantaje encontraron parte de ese dinero en la caja de seguridad de un banco, hallaron en los sobres huellas de su compañero Pepote y su novia, la abogada.
La Paca se cubrió bien las espaldas. Mandó la grabadora –un pequeño aparato MP3– a Valencia, donde un familiar la mantuvo a salvo. Desde allí se la enviaron a un juez de Palma, envuelta entre algodones desmaquillantes. La grabación sirvió para detener, encarcelar y condenar al policía Pepote, a su novia, pero también a la Paca. La matriarca fue condenada a 16 años de prisión; el inspector, a nueve y la letrada, a siete.
Lo de esconder seis millones de euros donde los caballos de carreras es una más de las extravagancias del clan, que tiene una desmedida pasión por los animales. Y lo cierto es que los caballos, propiedad de un hermano de La Paca, deben ser muy buenos, porque han obtenido muchos éxitos en el hipódromo de Palma de Mallorca. Aunque a La Paca le van más los simios. La última vez que la matriarca fue detenida, su principal preocupación era quién se iba a ocupar de sus dos monos mordedores, que dormían con ella y a los que ponía pañales. Otra de las grandes aficiones del clan son las peleas de gallos, en las que las llegan a apostar 30.000 euros.
Lo de los seis millones enterrados también tiene su explicación: años atrás, La Paca también fue juzgada y condenada por blanqueo de capitales. Alguien le dijo que era mejor invertir el dinero que se ganaba con la droga mediante testaferros en viviendas y coches, pero la cosa salió mal. Los testaferros que le buscaron eran discapacitados, menores… a cuyo nombre se pusieron casas, terrenos y hasta fondos del Tesoro valorados en ocho millones de euros. La detuvieron, la procesaron y la condenaron. La mujer pagaba una multimillonaria multa: ni más ni menos que 18.000 euros al mes para cubrir la sanción – 608.000 euros– que le impuso aquella vez el tribunal tras el acuerdo para que no entrase en prisión.
De hecho, en otra de las operaciones contra el clan, la Guardia Civil halló 600.000 euros en un paquete que estaba escondido en un sofá de la casa de La Paca. Más tarde, en la Operación Musaraña, la Policía encontró cuatro millones y medio de euros y siete kilos de joyas escondidos bajo tierra y capas de hormigón en distintas viviendas de la familia de La Paca. Las joyas estaban guardadas bajo las casetas de unos perros pitbull poco amistosos. La operación se llamó Musaraña porque los agentes tuvieron que perforar prácticamente todo el suelo de una docena de viviendas. Y eso que no buscaban ni dinero ni joyas…
La historia es tremenda. La Paca estaba en prisión y un clan rival, el de Los Peludos, dirigido por otra matriarca, Trinidad Santiago, le reclamaba una deuda de 12.000 euros por la venta de drogas. Trinidad y su hijo, el Farru, fueron a casa de una sobrina de La Paca, Josefa Cortés, alias La Parrala, a reclamar el dinero. Allí se produjo una discusión que acabó con la muerte a tiros de la mujer. Para evitar un baño de sangre y venganza en el poblado, la policía se propuso retirar todas las armas que hubiese allí, y lo que encontraron fue el tesoro escondido de La Paca y su clan.
Las sucesivas operaciones policiales la han debilitado mucho. Un poco antes de la operación Musaraña, la Guardia Civil, bajo la dirección del juez Castro –el mismo que instruye el caso Noos o caso Urdangarín–, dio un golpe definitivo al clan: se detuvo a una treintena de personas en lo que se llamó Operación Kabul. Es esa operación la que se está juzgando ahora en el mayor proceso contra el narcotráfico de la historia de Baleares. Pero, aún encarcelada, la Paca sigue mandando.
En la primera sesión del macroproceso que empezó hace unas semanas en la audiencia de Palma se produjeron varios altercados antes del comienzo del juicio. En el banquillo hay medio centenar de acusados, pertenecientes a diversas organizaciones y familias, cuyas rivalidades más de una vez se han saldado a tiros. Una mañana se montó un guirigay terrible, ante el que juez y policías trataban de poner orden hasta que La Paca se levantó y dio un grito: “Respeten la sala”. A partir de ese momento no hubo una voz más alta que otra.
Una mujer de carácter, y con una indudable capacidad de mando. La semana pasada contaban en la audiencia de Palma otro detalle muy significativo. Cuando las sesiones se prolongan, la policía lleva a los procesados unos bocadillos de chopped. La Paca reparte habitualmente su ración: con su hermano Juan, El Loco –gravemente enfermo-, con su hijo Francisco, El Ico, o con la madre de El Chupi, uno de los proveedores del clan, que también está siendo juzgada y que va en silla de ruedas a las sesiones.
La Paca vivía en una casa revestida de mármol rosa italiano, aunque no tiene toma de agua corriente ni de luz... Cuando tenía que ir al juzgado a pagar la fianza de alguno de sus hijos o hermanos, acudía en zapatillas de felpa y siempre pagaba con billetes de 10 y 20 euros, para hacer la puñeta a los funcionarios, que tenían que pasar largas horas contando el dinero. Y alguna vez ha ido a la puerta de la prisión a recoger a sus familiares a bordo de una flamante limusina y hasta ha lanzado fuegos artificiales en la misma puerta de la cárcel.
Casi todos sus familiares corren la misma suerte que ella, están en prisión o están siendo juzgados en ese macroproceso. Ya hemos hablado de su hija La Guapi, la que guardó la grabadora entre sus pechos en aquella trampa al inspector corrupto. Su hermano Juan, el Loco, está situado justo por debajo de La Paca en el escalafón de la organización. Otro hermano, Isidro, el Moreno, está cumpliendo ya una condena de once años…. El único de la familia que no ha tenido problemas con la justicia es otro de los hijos de La Paca, El Chirri, que está discapacitado. La matriarca ha llorado en varios juicios cuando se refiere a él. Pero el personaje más peculiar de la familia es, sin duda, Francisco, El Ico, el hijo más conocido de La Paca.
El Ico es analfabeto, pesa más de 150 kilos y tiene una desmedida pasión por los coches. Se ha paseado por Palma de Mallorca con una Ferrari de 300.000 euros y con el Hummer que perteneció a Eto’o, el futbolista del Barcelona. En una ocasión alquiló una limusina para ver una actuación de Farruquito. Y el Ico tiene un problema, digamos, de carácter: disparó a un camarero en un pub y embistió a un coche de la policía. En otra ocasión, entró en una comisaría enseñando un revólver y preguntando quién era el policía que le había intervenido el Ferrari…
La Paca ha admitido alguna vez que cuando era joven robó para dar de comer a su hijos y reconoció también que pagó a Pepote, el inspector de policía, para evitar ir a la cárcel. En ese juicio incluso ofreció someterse a la máquina de la verdad. Los juicios contra La Paca siempre dejan perlas, como en el que dijo que ella se ganaba la vida “con lo que vendían sus hijos en los mercados ambulantes”. En otra ocasión se quejó de que pagaba mucha cuota de autónomos, muchos impuestos, para regentar una especie de café que tiene en Son Banya en el que, precisamente, hay muchas cosas, pero no café.