En España, el mes de octubre comienza con temperaturas superiores a los 30 ℃ en la mayoría del territorio peninsular. Si miramos hacia atrás, estos valores se pueden considerar, como bien señala AEMET, “excepcionalmente altos”, más de 10 ℃ por encima de lo normal para estas fechas. Ahora bien, si miramos hacia adelante, no deberían sorprendernos.
La cuenca mediterránea es una de las regiones del globo más sensibles al cambio climático. Los registros instrumentales muestran que en España el verano se viene alargando desde finales de los años 70 a un ritmo de casi un día por año y los modelos climáticos coinciden en que, muy probablemente, esta senda se mantendrá en las próximas décadas.
Por otra parte, las emisiones de los gases de efecto invernadero y, por tanto, su concentración en la atmósfera, no dejan de aumentar. Noticias como la relajación de las políticas ambientales en el Reino Unido o el retraso en la aplicación de la normativa Euro7 para reducir las emisiones de los vehículos a motor en la UE hacen pensar que estamos todavía lejos de alcanzar el máximo de concentración y que el cumplimiento del límite de 2 ℃ según los acuerdos de París es cada vez más complicado (es casi seguro que no cumpliremos el de 1,5 ℃).
Un mundo cada vez más caliente
Para interpretar adecuadamente este panorama hay que tener en cuenta que una mayor concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera no solo aumenta la temperatura global del planeta, sino que incrementa la energía total del sistema climático.
Podemos considerar la temperatura como un indicador de la energía disponible en la atmósfera. Entonces es fácil entender que cada décima de grado de aumento es relevante, no solo porque vaya a hacer más calor, sino porque el sistema se hace más y más energético. Esto se traduce en cambios relevantes en la dinámica de las masas de aire y, por tanto, de la precipitación y otras variables meteorológicas.
Estamos pues, ante una nueva meteorología, más extrema. Lo que antes ocurría poco, ahora ocurre más. Y lo que antes era poco intenso, ahora lo es mucho. Esto exige aumentar significativamente los recursos destinados a la adaptación.
Los diferentes registros muestran que desde el inicio del siglo XXI hemos entrado en una nueva “normalidad”, que además irá evolucionando; mientras las emisiones sigan aumentando la situación no se estabilizará y estos procesos se irán intensificando.
En el fondo, la prolongación del llamado “veranillo de San Miguel” es una muestra más de esta nueva normalidad a la que debemos irnos acostumbrando. Muy probablemente dentro de cinco o diez años estos valores que ahora se registran no serán noticia, no serán “excepcionalmente altos”, sino algo habitual, ya que cada poco tiempo veremos cómo se baten los récords anteriores. De hecho, se estima que cada dos años la mitad de la población mundial va a ver cómo se superan los récords previos.
La vida en el planeta está en juego
Todo ello son manifestaciones de lo que inicialmente llamamos cambio climático, más tarde calentamiento global, y últimamente emergencia y crisis climática. Pero no se trata de un problema puntual ni coyuntural.
Hay que tener en cuenta que el dióxido de carbono, el gas de efecto invernadero más relevante, permanece en la atmósfera decenas de años una vez emitido y que en la actualidad no disponemos de tecnologías que permitan retirarlo de la atmósfera a gran escala. Esto explica la gran inercia del problema: aunque ahora dejásemos de emitir dióxido de carbono, los resultados tardarían décadas en verse.
Desde mi punto vista, en la medida que en el horizonte no asome una tecnología disruptiva que resuelva el problema, más que una crisis o una emergencia, para las generaciones que actualmente habitamos la Tierra se trata de un problema crónico de intensidad creciente. Y como tal debemos abordarlo.
Lo que está en juego no es el planeta. La Tierra ha experimentado cambios climáticos y ambientales muy profundos en sus millones de años de existencia, aunque ninguno con la rapidez e intensidad que éste que está provocando la especie humana. El planeta seguirá existiendo, lo que está en juego es la supervivencia de muchas especies de seres vivos, entre ellas, la humana.
La implantación de medidas para descarbonizar la economía supondrá profundos cambios sociales que afectarán a todos los sectores y estratos de la sociedad. El proceso hacia este objetivo final se puede hacer de muy diversas formas. En nuestras manos está que la transición sea lo más rápida y justa posible, evitando desigualdades y pérdida de derechos y haciendo que la situación resultante suponga una mejora en la calidad de vida de la mayoría de las personas, especialmente los más vulnerables.
Ricardo García-Herrera, Catedrático de Física de la Atmósfera. Expresidente de la Agencia Estatal de Meteorología, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.