Esta semana un equipo de investigadores ha afirmado haber descubierto la primera inscripción en euskera, un hallazgo único: la mano de Irulegi. Un descubrimiento importantísimo, no solo para la arqueología, sino para la lingüística, y nuestra filóloga de cabecera, Judith González, ha querido ponernos un poco en situación en 'Por fin no es lunes'.
Entre los Pirineos y el valle del Ebro, a unos 10 kilómetros de nuestra actual Pamplona, hay un monte que, por la orografía, permite una buena visión periférica del Valle de Aranguren. Un estupendo lugar para establecer un asentamiento fortificado, para controlar quién viene, debieron pensar los vascones que se sentaron allí, en la cima monte Irulegi, hasta el siglo I a.C. Por aquella época, la Península era campo de batalla de los soldados romanos, en Hispania se disputa, entonces, el control de Roma y nuestro asentamiento no salió bien parado de las trifulcas de las distintas facciones. Las tropas de Pompeyo, de hecho, lo arrasaron por completo. Sin embargo, los azares de la guerra quisieron que los desplomes que provocaron los incendios sellaran las viviendas y algunos objetos de su interior.
Dos mil años después, en 2018, los restos de una fortificación y de un castillo medieval posterior hicieron que se comenzaran allí unas excavaciones y el azar quiso que empezaran a emerger unos edificios rectangulares con zócalos de piedra y paredes de ladrillos de adobe, por sus dimensiones y por el trazado de sus calles parece que este poblado fue significativo a nivel comarcal.
Siguiendo con estos trabajos, el 18 de junio de 2021, una arqueóloga encontró en el vestíbulo de una de las casas, bajo carbones y adobes quemados, una plancha de bronce de unos 14 centímetros con forma de mano y otros pequeños restos de enseres. Expertos de la Universidad de Upsalos han fechado en el primer cuarto del siglo I a.C. estos restos.
Al extraerla no se detectó ningún ornamento, se pensó que quizá podría ser un adorno tal vez de un casco, de un yelmo o de una protección, pero al examinarla en el laboratorio se encontró grabada una inscripción en nuestra mano: 40 pequeños signos distribuidos en 4 líneas.
En estos pasados meses, los expertos han estado analizando esas inscripciones y para Javier Velaza, catedrático de Filología Latina de la Universidad de Barcelona y un epigrafista de prestigio mundial, que participó además en la rueda de prensa de esta semana, esta inscripción constituye el primer documento indudablemente escrito en lengua vasca, el antecedente milenario de nuestro actual euskera.
¿Qué lengua es esa?
Hace mucho tiempo que los especialistas debaten sobre el nombre de esta lengua. Vascónico es uno de los términos que más se emplean, la lengua de los vascones, el pueblo prerromano que vivía en lo que hoy es Navarra, y en algunas zonas de La Rioja, Zaragoza, etc. (pero que no coincide con nuestro actual País Vasco).
Otra denominación que también se emplea es “euskera arcaico”, salvando las distancias (porque no estamos hablando de la misma cronología) sería como cuando hablamos del castellano antiguo… "Protovasco” es otra forma común. Lo llamemos como lo llamemos, estaríamos, para entendernos, ante el tatatatarabuelo del euskera, la misma lengua, pero en un estado de evolución anterior. Un antecedente directo.
Históricamente, nosotros ya sabíamos acerca de esta lengua por los historiadores de la época. Cayo Plinio, por ejemplo, ya elaboró un listado de ciudades vasconas, y teníamos otros testimonios gráficos como algunas monedas, etc. pero nada con la importancia de este hallazgo.
Para trabajar con estas inscripciones, un procedimiento general en las ciencias es comparar lo nuevo, lo desconocido, con lo que uno sí conoce. Y nosotros conocemos bien los signarios, el conjunto de signos de escrituras antiguas (como el signario tartesio o el fenicio) de la época. Por su cercanía, lo primero que haría es cotejarlo con el íbero, que conocemos bastante bien. De hecho, con el signario íbero creo que no ha sido muy difícil “traducir fonéticamente” el texto. Eso les dio a los investigadores formas conocidas y solo cuatro o cinco palabras nuevas. Sabemos que el texto empieza con el término “sorioneku”, de “sorion”, felicidad, más la terminación “ku”, que indica relación. Algunos medios han traducido esto como “buenas suerte” o directamente algo como “felicidades”.
Esto puede parecer ciencia ficción, pero no lo es. Esta partícula “ku” es conocida en el íbero y, con variaciones, evolucionada, la empleamos hoy en euskera. “Sorion” es, además, una voz muy bonita, procede de “sori”, que es la palabra antigua para llamar a los pájaros y de “on”, que aporta la idea de “bueno". Los buenos augurios de la antigüedad. Los expertos también han señalado que en la inscripción hay un signo similar a nuestra te mayúscula, que ya conocíamos por algunas monedas fechadas en esa época, pero que no está documentada en ninguno de los otros signarios hispánicos.
En la historia de las lenguas, y de su estudio, esta es una labor que hemos hecho con cierta frecuencia. Uno de los casos más fascinantes fue el de la escritura jeroglífica. Hoy, si visitamos las pirámides nos podemos comprar un colgantito con nuestro nombre escrito en jeroglíficos, pero hubo un tiempo en el que no éramos capaces de entender ni de leer la lengua del antiguo Egipto. Si habéis estado en Londres y habéis entrado al Museo Británico recordaréis que allí se expone la Piedra de Rosetta, un fragmento de una estela con una inscripción que tardamos años en descifrar, como un rompecabezas infinito; pero que fue la que nos permitió conocer la lengua de los jeroglíficos.
Si estas aventuras, a lo Indiana Jones filológico, os gustan, os recomiendo un pequeño museo que hay en Figeac, en Francia, en el que hay una muy buena explicación de cómo Jean-Francois Champollion, padre de la egiptología, consiguió descifrar aquellos dibujitos, aquellos jeroglíficos, una vez que fue capaz de reconocer una palabra, que podía comparar con el griego, aquella vez fue un nombre propio: Kleopatra.