No voy a desaprovechar la oportunidad de indultar a Maori Tezuka, cantante de ópera y actriz porno. Diréis que reúno en el expediente mi afición más conocida y la más escondida, pero en realidad prevalece el sincero homenaje a una mujer japonesa de ochenta años que permanece en activo.
Como cantante y como actriz porno, quiero decir. Y puede que sus prestaciones no sean como las de antaño, en la escena, en la cama, pero el envejecimiento de Japón y de los países occidentales sobrentiende que las personas mayores están llamadas a prolongar su vida laboral.
No es fácil conservar las cuerdas vocales en la etapa octogenaria, Plácido Domingo es una excepción, ni es sencillo triunfar con un cuerpo decadente en la misma sociedad -la japonesa- que tanto enfatiza el culto a la sexualidad adolescente, muchas veces explorando extremos delictivos.
Por eso, lo interesante de Maori Tezuka no sería que el porno de ancianos se convierta en una parafilia, la gerontofilia en concreto, sino que la sociedad de los mayores y de las fronteras aledañas se identifique con ella en las semejanzas, en la expectativa del sexo a edades avanzadas, por mucho que una actriz porno sea más virtuosa y cualificada en el kamasutra.
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O por mucho que un orgasmo operístico sea inalcanzable hasta para el más capaz de los humanos en la plenitud sexual.