Los nombres de las cosas tienen procedencias muy diversas: en español, francés, italiano y hasta en inglés tenemos, con mínimas variaciones, la palabra calculadora, porque en latín existió un calculator y estas otras lenguas posteriores tomaron el nombre de ahí.
Hay inventos que simplemente tuvieron nombres descriptivos, los auto-móviles, los limpia-parabrisas o los porta-aviones son ejemplos de palabras que solo trataban de que entendiéramos un objeto que en su tiempo fue un invento novedoso. Se hacía prefijando, uniendo un prefijo y se hacía también por comparación, caballo de hierro fue una denominación que se empleó para las primeras locomotoras a vapor, ya que permitían ir de un sitio a otro, pero que eran de hierro.
En muchas de estas palabras el componente descriptivo sigue estando ahí, pero hoy son objetos tan cotidianos, que tenemos tan interiorizados, que nos paramos a pensar en él: cuando damos la luz y las bombillas se encienden, no pensamos en que bombilla es el diminutivo de bomba. El mismo que tenemos en manzanilla, de manzana, o en almohadilla, de almohada. Y la bomba, en cuestión, es la pieza hueca de cristal que se pone en las lámparas para que alumbren mejor y no molesten a la vista.
Igualmente, cuando hoy escuchamos la palabra digital, pensamos en todas las posibilidades que ofrece ese universo y no reparamos en que digital viene de dígito, (digitus) que en latín significa dedo. Si en matemáticas trabajamos en base diez, con nuestro sistema decimal, es porque para contar se empleaban los diez dedos de las manos, de ahí la palabra dígito, y como la base de la computación es la matemática, se siguió con lo digital, ampliando esa familia léxica.
Lo de los nombres es como la magia, todos creemos a priori que no vamos a picar porque de antemano sabemos que la magia es un truco; pero lo cierto es que picamos porque la magia nos cautiva al tiempo que no somos capaces de explicar el truco. Por ejemplo: cuando en 2001 se inauguró el jardín botánico y parque zoológico que hay en Madrid, en la zona de Vicálvaro, se llamó Parque Biológico de Madrid, pero no iba nadie. En 2014, sin embargo, tuvo casi medio millón de visitantes; entre medias, lo único que cambió fue el nombre: pasó a llamarse Faunia.
El autor de este nombre fue Fernando Beltrán, a quién también debemos otras denominaciones como Amena, Rastreator, OpenCord o La Casa Encendida. Nombres que todos conocemos y recordamos. Fernando Bletrán es un poeta, ha ganado entre otros un Adonáis de poesía, que vio chungo vivir de los versos y que se dedicó a algo que antes nadie hacía: ponerle nombre las cosas. Él mismo cuenta que al principio le costaba mucho explicar que no iba a hacer ni logo, ni la imagen, ni la campaña, que él solo el nombrador.
La mayoría de palabras que inventamos ahora son marcas y las marcas son palabras que tienen dueño, y cuyo dominio está regulado por ley. Cada uno puede hacer lo que quiera con el término silla, pero hay otros como velcro o lycra que son marcas registradas y puede que, en función del contexto y de la relevancia pública de nuestras palabras, a alguien, en algún despacho, no le parezca que ese uso que se ha hecho esté bien. Las marcas registradas son palabras que tienen un abogado y la mayoría de los hablantes no lo tenemos. Así que, un sábado más, cuidado con las palabras.