He llegado a aplaudirlo en la clandestinidad. Esa majestad con el balón. Esa clarividencia en la visión del juego. Esa ruleta que partía a los defensores como si fueran figurantes. Y esa naturaleza volcánica que lo convertía en futbolista dionisiaco. Y hasta violento, embistiendo como embistió a Materazzi en la final del mundial de Alemania.
Qué has hecho Zizou, qué has hecho, proclamaba incrédulo el comentarista deportivo francés. Pero es cierto que la cornada contribuyó a redondear la leyenda; en el bien y en el mal, Zidane era un jugador apasionante, como Morante cuando torea. Embriagador, excesivo, carismático.
Nada que ver con la imagen pulquérrima de su experiencia de entrenador. Cordial, educado, sonriente. Zidane parece un monje budista, no por la alopecia, sino por la actitud contemplativa. Y porque esa misma pasividad creativa se confunde equivocadamente con la abulia.
Zidane es una contrafigura de Mourinho en su modestia, bomhomía y contención. Y es un epígono de Del Bosque en la estirpe de los entrenadores de perfil bajo, poco intervencionistas. Siendo una estrella universal del fútbol, sabe cómo tratarlas. Y conoce que el fútbol es un juego. Salid y divertíos, enseña Zidane a sus muchachos.
Igual que predije que Jorge Mario Bergoglio nunca sería Papa, sostuve que la designación de Zidane como entrenador merengue era un error. No tenía experiencia. Ni parecía un tipo dotado del cinismo que requiere operar en el club más laureado y escrutado del mundo.
Y un error fue Zidane. No para el Madrid, sino para sus rivales. Cumpliendo a rajatabla el único criterio conocido que diferencia los entrenadores buenos de los malos: el resultado. Es demasiado prosaico mencionarlo en una crónica mitificadora, pero resulta que Zidane termina el año con tres títulos ganados en la prórroga y 37 partidos invicto.