Monólogo de Alsina: "No se engañen, la tormenta de lo de Dolores Delgado no durará más de tres días"
Se le ocurre a Rajoy hacer fiscal general del Estado a Gallardón y arde Troya. Qué no habrían dicho Pedro Sánchez, y con razón. Qué no habría dicho Pablo Iglesias, y con razón. Qué no habría dicho Ciudadanos, y las asociaciones judiciales y cualquiera que mantenga una postura un poco coherente sobre la independencia (deseable) de la fiscalía del Estado al margen del color político de quien gobierna.
Madrid |
Se le ocurre a Zapatero poner de fiscal general a Fernández Bermejo después de haberle tenido de ministro de Justicia y le habrían llovido piedras el resto de su mandato. Por predicar la despolitización de la Justicia politizándola sin reparos. ¡De fiscal general el ministro que cazaba con Garzón!
Pero se le ocurre a Sánchez hacer jefa de los fiscales a la ministra Delgado y no se engañen: esta tormenta no durará más de tres días. El presidente le tiene cogida la medida (o nos tiene cogida la medida) a la opinión pública de la España de 2020. Consumimos información acelerada, opinada, con mucha puesta en escena y poca hondura, y de lo que está ocurriendo hoy nadie se acordará pasado mañana. Lo relevante no es que durante unos días al presidente se le afee su desahogo (es un rasgo de identidad). Lo relevante es que, pasado el chubasco, tendrá de fiscal general a quien él calcula que le conviene tener para permanecer en el cargo.
Incluso los partidarios de la ministra admiten que es, como poco, un nombramiento impudoroso. En efecto, lo es. Letal para la apariencia de autonomía e independencia de la fiscalía general y bastante más que una declaración de intenciones. Es el cálculo de un presidente al que le compensa ponerse colorado un ratito (o que creamos que se pone colorado, porque es un color de piel desconocido en la gama cromática de la Moncloa) porque pasado el sofoco tendrá para cuatro años lo que buscaba: una delegada del gobierno dando instrucciones a los fiscales. Una delegada del gobierno embridando a los fiscales del Supremo. Desjudicializando, que se dice ahora. Convirtiendo a la fiscalía del Estado en la filial de la Abogacía. Y con similar vínculo de disciplina a las directrices del gobierno.
Naturalmente, una cosa es lo que quiera el presidente y otra lo que la fiscal general esté dispuesta a concederle. Recordémoslo una vez más: al fiscal general lo elige el gobierno, pero una vez asumido el cargo tiene toda la autonomía e independencia que quiera tener. Va a ser Delgado quien decida qué quiere ser, si la fiscal general o la delegada de Pedro Sánchez. Qué tiempos aquellos en que la asociación de fiscales a la que pertenecía Delgado reclamaba plena transparencia en las comunicaciones entre el gobierno y el fiscal general y garantías para que los fiscales puedan manifestar su discrepancia con su superior jerárquico cuando éste dé instrucciones que no compartan.
Qué más da lo que cada uno dijera en otros tiempos si el éxito político de Sánchez es la prueba de que la hemeroteca ya no hace daño. El presidente conoce bien la sociedad para la que gobierna y el valor decreciente que tiene la coherencia como valor político. Hoy, por ejemplo, se asume con naturalidad lo que hace un año fue un escándalo: el relator. La misma negociación secreta que hizo saltar por los aires hace un año la alianza parlamentaria del PSOE y Esquerra ha servido ahora para blindar su nueva alianza. Sánchez sabe que hoy el intento burdo de someter a los fiscales incómodos genera ruido, pero a la vuelta de unos meses parecerá lo más natural del mundo que el gobierno haga y desahaga a su antojo en la fiscalía y, hasta donde pueda, en los juzgados. Lleva semanas haciendo siembra: deslizando esta idea, tan del gusto de sus socios de ahora, de que los jueces y fiscales, mayoritariamente conservadores, son un problema. Un problema para la impunidad que los líderes independentistas andan buscando y un problema, en fin, para el gobierno que predica el borrón y cuenta nueva,
Si Rajoy hubiera impuesto a Gallardón de fiscal general del Estado la pareja que hoy nos gobierna, Sánchez-Iglesias, habría dicho que es una cacicada. Esta palabra, precisa, que escogió ayer un ex colega del morado que se llama Ramón Espinar. Porque la cacicada es de pareja. Al fiscal general no lo propone el presidente, lo propone el gobierno. Órgano colegiado. El gobierno que se reúne esta mañana en Consejo de Ministros y cuyos tropecientos miembros sentirán cómo el espíritu de Dolores Delgado habita entre ellos. Su nombramiento como fiscal general será también responsabilidad de Pablo Iglesias.
¿Qué más da que Iglesias exigiera, con aquella indignación ligeramente impostada que fue su seña, la salida de la ministra no sólo del gobierno, sino de la política, por haber compartido almuerzo con Villarejo? ¿Cómo era aquello, Pablo?
Eso decía Pablo cuando aún no era el vicepresidente Igleisas. Cuando era sólo Pablo, just Paul, profeta de la limpieza. Ahora Podemos ya es sistema. Ahora entre los poderosos se cuentan ellos. Ahora son ellos los que están arriba y los que bendicen que se ponga de fiscal general a una ministra sólo porque ideológicamente es de la cuerda.
Puigdemont y Comín en Estrasburgo. Nunca se vio a una pareja más feliz. El prófugo y su miniyo politólogo. Qué felices ayer sentándose por primera vez en su escaño del Parlamento Europeo. En el gallinero, porque son los últimos en llegar y aún no se han apuntado a ningún grupo parlamentario. Contentos de haber triunfado en la maniobra que urdieron en primavera: concurrir a las elecciones sólo para poder hacer esto de ayer, darle al estado español en los morros y para usar el escaño como burladero.
Lástima que apareciera nuestro corresponsal europeo para amargarle la rueda de prensa preguntándole por qué se pone estupendo exigiendo al Estado español que cumpla las sentencias judiciales cuando él las ha incumplido todas.
Es verdad: nadie ha ido a la cárcel por desobedecer al Tribunal Constitucional. Tampoco Junqueras ni los Jordis. Cumplen condena por sedición, que es otra cosa. El huído Puigdemont podrá discrepar del Supremo, pero falsificar la realidad no está justificado.
Para Puigdemont, desjudicializar (este verbo que no existe y que el independentismo ha inoculado en el discurso político) es que no se conceda su suplicatorio. O sea, que un eurodiputado, a diferencia de cualquier otro presunto autor de delitos graves, no pueda ser juzgado porque es eurodiputado. Mayor privilegio no cabe. Para Puigdemont, y para Junqueras, desjudicializar significa dejar impune al delincuente cuando éste es un político.
Y pronto empieza a reclamar que el PSOE se retrate. Ya que los socialistas han comprado con tanta frivolidad la cantinela ésta de la desjudicialización como si fuera la llave que abre el paraíso de convivencia y lealtad, que lo demuestre blindandole a él para que lo suyo nunca se castigue.
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