El conde Draco no ha tenido fiesta de cumpleaños. No está para celebraciones el Banco Central Europeo. La reunión de sus consejeros está lejos de ser una fiesta. Hace ahora tres años, un italiano llamado Mario Draghi sustituyó a un francés llamado Jean Claude Trichet como cabeza visible de la institución que decide la política monetaria en la zona euro. Trichet se había despedido subiendo los tipos de interés cuando la crisis financiera tenía a Europa ya titiritando y Grecia estaba a punto de pedir su segundo rescate -¡anatema!, gritaron los expertos, “este gobernador no se entera”-.
Los jefes de gobierno de los países euro escogieron al nuevo, el italiano, respetando una de las tradiciones más simples de la política europea: que este cargo no lo ocupe un alemán porque bastante pesa ya el Bundesbank como para darle, encima, la guinda. Draghi, recibido como un renovador que venía a modernizar la actividad de BCE con un estilo más directo, se estrenó recordando que la política monetaria es sólo una de las patas de la gestión económica y recordando a los gobiernos nacionales que la misión encomendada al BCE era mantener en su sitio la inflación, no hacer depender sus decisiones (el grifo de inyectar dinero en el sistema) de los indicadores de paro o de crecimiento. No soy la reserva federal, era la idea, soy el Banco Central Europeo.
El mensaje de que son los gobiernos nacionales los que deben reformar las reglas en sus países para que la economía respire no ha dejado de repetirlo ni un solo mes de estos treinta y seis que ya han pasado, bien es verdad que a medida que la crisis se eternizaba fue admitiendo, con más claridad, que en ausencia de inflación, era la reactivación económica, y el retorno del crédito, la prioridad que debía animar las decisiones del Banco Central Europeo. Su día de mayor gloria fue un 26 de julio de 2012, cuando en plena tiritona comunitaria por la crisis de deuda pronunció su frase mítica: “Haré lo que haya que hacer y créanme, será suficiente”. No hizo nada más que decirlo -decirlo sin hacer todavía nada- pero sirvió: los mercados reaccionaron a la prédica y entendieron que el gurú se iba a calzar las botas de agua para sacar a flote los bonos nacionales.
Empezó la leyenda. Una palabra tuya y bastará para que el personal se calme. Cada primer jueves de mes lo inversores se fijaban en cada una de sus palabras, sus gestos, sus mensajes implícitos. La esfinge de vez en cuando hacía un guiño y había que saber interpretarlo.Supermario, le llamaban, mientras el tiempo iba pasando y el efecto de la frase mágica se iba diluyendo. Lo gobiernos del sur le metían presión acusándole de estar demasiado pendiente de la aprobación alemana. Y Alemania se la metía también sugiriendo que estaba coqueteando con riegos innecesarios. El verano de 2014, llamado a ser el de la consolidación de una recuperación que empezara a poner la zona euro de nuevo a tono, acabó siendo el de la gran desilusión. Los motores de Europa se paran y amenazan con meternos de cabeza en la tercera recesión.
En septiembre Supermario cambió el discurso y anunció medidas concretas: bajada de tipos, interés negativo por el dinero que los bancos comerciales mantienen en el BCE y programa de compra de activos, el defribilador para evitar la nueva recesión, dinero disponible para que los bancos vuelvan a dar crédito: se le puso una palabra nueva a la manguera de dinero, target, dinero para los banco con un objetivo específico, dar crédito a empresas y familias.
Dos meses después, el Banco Central anuncia que las medidas se mantienen porque la economía de la zona euro sigue estancada. Hecho lo que, a decir de Draghi, había que hacer, no parece que haya sido suficiente. No, al menos, para que se haya visto un cambio sustancial en los indicadores de actividad y en la cantidad de crédito concedido. Terminó el verano y ha empezado el otoño. Con Europa plana y con runrún de discrepancias serias en el seno del BCE. Donde algunos consejeros le reprochan al conde Dracoque hable poco con ellos y demasiado con la prensa; que a ellos los tenga en la oscuridad, sin saber por dónde va a salir, y en las conferencias de prensa, sin embargo, hable de más generando expectativas que no responden a los deseos del consejo.
Hoy, primer jueves de noviembre, el interés estaba en escrutar de nuevo el rostro de la esfinge. Primero, en busca de señales de la lucha de poder que se libra puertas del Banco Central Europeo adentro. Había que ver si Draghi llevaba por ejemplo, con el pelo revuelto, o un moratón en el ojo, signos indudables de que dentro había habido bronca. Sabido es que los consejeros del banco emisor, gente educada con alta estima de sí misma, no son muy de boxear.
Lo suyo no es de príncipe Martell matándose a porrazos con La Montaña, lo suyo es más de Meñique y la Araña, lord Baelish y Varys, dejándolas caer y amenazando sutilmente con arruinarte. Así deben de ser las reuniones del BCE: los consejeros, como diciendo; cuando parece que te ensalzan, no te equivoques, te la están clavando. No siendo Draghi un hombre particularmente expresivo, había morbo por saber con qué cara salía de un Consejo en el que, según la agencia Reuters, se ha abierto la guerra. Hay consejeros, según la agencia, que reclaman un cambio de presidente. Ahora añoran el estilo del viejo Trichet, tan de pactarlo todo, dicen, tan dado al consenso. Este Draghi les resulta demasiado personalista, tan poco permeable a la persuasión que ejercen los gobiernos nacionales.
En su comparecencia de hoy, el italiano no se cansó de repetir una palabra: “unanimidad”. “Todo lo que hoy hemos aprobado ha sido por unanimidad”. “Habrá nuevos estímulos si fuera necesario”. Hay pocas cosas más desaconsejadas para un banco central que la idea de que su máximo responsable se tambalea, aunque haya algún gobierno interesado en sembrar precisamente esta idea, la de que ha llegado el momento de empezar a mecerle la cuna.