Desde entonces nos sirve el “raro, raro, raro” para sintetizar la perplejidad que producen los acontecimientos singulares, sea el vuelo de un presidente al que no se permite tomar tierra (Evo Morales), sea el club de fans incipiente que le surge en prisión a un millonario evasor fiscal (L.B.), sea una reunión de la Casa del Rey con periodistas para explicar que el monarca gastó la herencia de su padre en pagar deudas (y pagó el impuesto de sucesiones, se cree), sea un ministro que anuncia que en cuanto Rajoy lo releve no le volvemos a ver el pelo (Wert), o sea Leticia Sabater presentándose a las Diputaciones del PP como “una de los vuestros” (contratadme, que soy más del PP que los tiestos de la sede de Génova). Extravagancias tenemos para elegir en la crónica nuestra de cada día, pero en el top one de lo raro, raro, raro del día merece estar este golpe de Estado que ayer tuvimos ocasión de ir narrando, a medida que se producía, en Egipto y que ningún gobierno europeo ha querido aún llamar por su nombre: tan conveniente les parece que el gobierno deje de ser islámico que el hecho de que el presidente haya sido depuesto y retenido, que los tanques hayan paseado las calles o que se esté deteniendo a los líderes del partido político que hasta ayer gobernaba no les parecen razones suficientes como para concluir que el golpe es un golpe. Lo llaman “crisis” o “situación” o “conflicto”, nunca “golpe”, no vaya a parecer que su corazón con los golpistas. Aunque lo esté, como lo está el de buena parte de la población egipcia (quizá, incluso, la mayoría) porque prefieren un gobierno militar a un gobierno de los Hermanos Musulmanes. Si ya se cuidan mucho los gobiernos de llamar “golpe” a un levantamiento militar cuando no está claro si va a triunfar, una vez que se ha consumado y con apoyo de la oposición, de los salafistas y del papa copto, ya me contarás qué interés van a tener en emplear su nombre para llamar a la cosa. Rajoy, cuando le han preguntado por Egipto (que tampoco parece que sea un asunto que le cautive), ha aplicado la plantilla y ha dado una de esas respuestas que lo mismo le valen al presidente para hablar de un conflicto internacional, de la unión bancaria o del caso Bárcena. Ha dicho: “espero que se resuelva lo antes posible”. La nada. En sintonía con los demás gobiernos europeos y con el norteamericano. La nada. Que significa: mientras no empiecen a matarse a todas horas la gente en las calles, que pongan un gobierno con el que se pueda hablar de estrategia y de negocios y tan contentos. Se llama “pragmatismo” y es una de las palabras más queridas de los ministros de Exteriores.
Es verdad que, para ser un golpe de Estado, éste de Egipto ofrece algunos aspectos poco frecuentes en el golpe de estado estándar, digamos. El principal, la juerga que el levantamiento militar produjo entre los miles de personas que eligieron la plaza de Tahrir para aguardar, con emoción desinhibida, el momento en que se anunciara que la Constitución, ole y ole, quedaba suspendida. “Suspendida hasta nueva orden”, como corresponde a este nuevo (y viejo) régimen. Durante los golpes de Estado acostumbran a verse las calles de las ciudades desiertas, la población en casa esperando a ver quién gana y quién pierde, los megáfonos de los vehículos militares ordenando que nadie salga. Anoche Tahrir fue todo lo contrario: era el propio Ejército el que animaba a la población a sumarse a la fiesta y a disfrutar de los fuegos artificiales. Que las televisiones puedan difundir, desde la misma plaza, escenas de manifestantes que mantean efusivamente a los soldados mientras a otras plazas llegan los tanques para exigir a los partidarios del presidente caído que se vayan a sus casas también es singular. Y ya que los aviones militares sobrevuelan Tahrir como si fueran la avioneta de Nivea en la playa de Matalascañas dibujado en el cielo de El Cairo un enorme corazón (el Ejército te ama) no es que sea infrecuente, es que es (homenaje a Papuchi) “raro, raro, raro”. Como que, veinticuatro horas después, nada se sepa de Mursi o de su paradero (la versión oficial se empeña en decir que está “custodiado” por el Ejército, o sea, que lo mantienen detenido)o que a la vez que los nuevos gobernantes tienden la mano a los partidos islámicos ordenen detener a los líderes de los Hermanos Musulmanes (tengo tantas ganas de contar contigo, que te encarcelo). Mientras el Ejército rentabiliza esta imagen de “mejor amigo del pueblo egipcio” (orillando el hecho de que una parte de la sociedad egipcia no está con el golpe y teme ser perseguida por ello), el nuevo presidente del país juró su cargo esta mañana fingiendo que, a partir de ahora, manda él, aunque sólo sea un encargado. Se llama Mansur y hasta ahora presidía el Tribunal Constitucional. Lo ha presidido dos días, desde el lunes, que se jubiló el anterior. Y lo primero que ha hecho en su discurso como nuevo presidente es ensalzar el glorioso movimiento que ha conducido a la caída de su antecesor. Para qué andarse con medias tintas: el presidente del Constitucional estaba en contra del presidente de Egipto y suspiraba (o eso cuenta ahora) por verle derrocado. Lo siguiente que ha hecho es firmar las órdenes de detención de trescientos dirigentes islámicos con el argumento, seguramente poco constitucional, de que hay que evitar que se produzcan episodios violentos. Aún no dicen nada los nuevos hombres fuertes del país, Mansur y su tutor, el general Al Sisi, sobre la ilegalización de los Hermanos Musulmanes. Es probable que esa decisión, si se toma, le corresponda anunciarla al nuevo gobierno que ahora se forme y que también tiene, como Mansur y en teoría, fecha de caducidad: las próximas elecciones legislativas y presidenciales. A las que, salvo sorpresa y por los indicios que se van teniendo, no podrá concurrir la principal organización islámica. Pretender que, en esas circunstancias, no se dispare la violencia es como confiar en que los cazas de la Fuerza Aérea sigan dibujando eternamente corazones en el cielo de El Cairo. Raro, raro, raro.