Hablamos la semana pasada de los tres asesinatos del burdel El Tabarín, un crimen que momento, sigue impune, igual que parecía impune un terrible suceso de hace 110 años y que fue bautizado con el nombre del pueblo: el crimen de Don Benito. Viajemos a principios del siglo XX y a lo que era un muy pequeño pueblo de Extremadura. Y donde vívia una chica muy joven, muy humilde y muy guapa.
La chica se llamaba Inés María Calderón, tenía 18 años y vivía en Don Benito con su madre, una viuda llamada Catalina Barragán. La familia alquilaba una habitación a un médico llamado Carlos Suárez, que pasaba consulta allí. Era una familia humilde y, eso sí, la joven era pretendida –acosada, en realidad– por el tipo más poderoso del pueblo, un cacique de 32 años al que todos llamaban don Carlos.
La joven rechazó las pretensiones de don Carlos, el cacique de Don Benito. El 20 de julio de 1902, Pancha, la mujer que llevaba la leche a las casas del pueblo, encontró los cadáveres de Inés y de su madre. Las habían asesinado y, al menos a la hija, intentaron violarla antes de apuñalarla 21 veces. Esta historia terrible la escribió en 1914 el novelista Felipe Trigo en una novela que llamó Jarrapellejos y muchos años después, en 1987, la llevó al cine Antonio Giménez Rico en una película que estaba bastante bien. El cacique fue interpretado por Antonio Ferrandis y la chica del pueblo, por una muy joven –y muy guapa– Aitana Sánchez Gijón.
Volviendo a la historia real, la de ese doble y horrible crimen de Don Benito. Se detuvo muy pronto al médico que vivía con las dos mujeres y al verdadero novio de Inés, un joven llamado Saturio Guzmán. Los dos mantuvieron su inocencia a pesar de que se les torturó, por ejemplo, clavándoles astillas en los dedos. Pero, 44 días después del crimen, un valiente joven del pueblo se presentó ante la Guardia Civil y dijo que había visto al cacique de Don Benito con un amigo y el sereno entrando en la casa donde ocurrieron los hechos la noche del crimen, que había luna llena.
Y los tres criminales fueron condenados. Pedro Cidoncha, el sereno que engañó a las mujeres para que le abrieran la puerta aquella noche, fue condenado a cadena perpetua; el cacique, don Carlos, y su amigo y compañero de juergas, un hombre llamado don Ramón Martín de Castejón, fueron condenados a muerte, que se les dio mediante garrote vil. Y fue una muerte lenta, según cuentan las crónicas de nuestros antepasados en los territorios negros de entonces, porque don Ramón tenía el cuello muy gordo y no murió hasta el tercer intento de garrote, mientras que don Carlos se orinó encima de miedo.
Los nombres de algunos pueblos, como decíamos al principio, quedan marcados para siempre por horribles sucesos… En la mente de todos está, naturalmente, Alcàsser, un pueblo valenciano de nueve mil habitantes al que le costará mucho desligarse de los nombres de Miriam, Toñi y Desiré, las tres chicas asesinadas el 13 de noviembre de 1992 por Miguel Ricart, Antonio Anglés y una tercera persona sin identificar.
Ese es otro crimen impune, al menos a medias… Miguel Ricart fue condenado a 170 años de prisión y no saldrá de la cárcel hasta el año 2023, pero de Antonio Anglés nada se sabe, aunque, eso sí lo sabemos con certeza, la operación Deseada –le dio nombre una de las víctimas, Desiré– sigue abierta para dar caza al asesino. Además, la sentencia hablaba de que habrían actuado acompañados de “otras personas más” a las que no se ha puesto cara ni nombre.
Muchos lugares se toman bastante mal lo de que su pueblo se hermane, con lazos de sangre, con un crimen… Es normal y quizás el caso más extremo sea el de la localidad pacense de Puerto Hurraco, escenario de aquella matanza con la que culminó una centenaria historia de odios y venganzas entre dos familias: los Izquierdo y los Cabanillas. El 26 de agosto de 1990, nueve personas murieron tiroteadas en las calles de esta pedanía de poco más de cien habitantes, perteneciente al municipio de Benquerencia de la Sierra, en Badajoz. Y allí nadie quiere oír hablar de la masacre…
Y de ese suceso hizo una película Carlos Saura. Se llamaba El séptimo día, se estrenó en 2004 y le valió una nominación al Goya a Victoria Abril como mejor actriz de reparto. La película fue muy criticada por la imagen que daba del mundo rural extremeño y hasta el entonces presidente de la Junta, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, puso el grito en el cielo, pidió que la película no se rodase y definió a Saura como paparazzi…
En las grandes ciudades, la nomenclatura de los crímenes es distinta, claro, porque ha habido muchos asesinatos conocidos en ellas y se recurre a otras cosas para bautizarlos. Pensemos en la cantidad de sucesos relevantes de Madrid, Barcelona, Valencia… En esos lugares, desde hace mucho tiempo, los crímenes son bautizados con el nombre de las calles o hasta de los negocios donde ocurrieron…
El crimen del Cine Oriente, en Valencia. De nombre tan apasionante como su historia, ocurrida en 1950 en un cine de la valenciana calle de Centelles. A un piso pegado a ese cine fueron a parar dos personas con vidas desgraciadas, que se unieron allí: el conserje de la sala, un alcohólico llamado Salvador Rovira, y la mujer de la limpieza, María López Ducos, que acabó allí después de que la señora de la casa en la que trabajaba descubriese que mantenía relaciones sexuales con su marido y su hijo.
La noche del 27 de junio de 1950, Salvador llegó borracho como una cuba, y descubrió que su compañera había empeñado algunos objetos de valor, así que, preso de la ira, intentó estrangularla y María le empujó contra una pared y le desnucó con un adorno. La mujer tomó la decisión de deshacerse del cadáver de una peculiar manera…
Por un viejo y efectivo método, el del descuartizamiento. La mujer lo hizo con eficacia, provista de un serrucho y una sierra de arco. Desmembró el cuerpo separando brazos, piernas, tronco y cabeza y luego hizo algo que solo a una mente muy muy retorcida se le puede ocurrir…
Arrancó los pedazos de piel del cadáver del hombre en los que había tatuajes, le depiló los brazos y las piernas y les pintó las uñas para que pareciesen miembros de una mujer. Luego repartió los trozos por las cercanías del cine y metió la cabeza en una caja metálica de galletas, tapándola con serrín, que colocó detrás de la pantalla… Fue detenida al mismo tiempo que la policía encontraba la cabeza de Salvador. María debió tener un excelente abogado, porque solo fue condenada a seis años de prisión por homicidio y cinco meses por profanación de cadáver.
Otro ejemplo es el de la calle más negra de Barcelona es la calle Legalidad, muy cerca de la Sagrada Familia. En un huertecillo que había allí en 1949, fue enterrada tras ser asesinada Carmen Broto, una joven humilde que había hecho carrera tras llegar a Cataluña para ganarse la vida como sirvienta.
Carmen Broto, que había nacido en un pueblecito de Huesca llamado Casa Pardina de Guaso, se dedicó con mucho éxito a la prostitución. Primero como chica de compañía y luego, en uno de los salones de clase alta de Barcelona conoció a gente bien que la ayudó a montar su propio negocio, un piso con prostitutas.
Carmen tenía un amigo llamado Jesús Navarro, un chaval joven y apuesto, un viva la virgen que no era de la clase alta, sino hijo de un espadista.
A ver, vayamos al diccionario negro. ¿Qué es un espadista?
Espadista era el especialista en abrir puertas y cajas fuertes usando solo llaves falsas (las espadas). Y eso era el padre de este Jesús Navarro, del que la madame se había encaprichado y que sería el que la llevaría a la muerte el 10 de enero de 1949.
Jesús llamó a Carmen Broto y la ofreció irse de juerga. La pasó a buscar en un coche alquilado y con ellos iba Jaime, un amigo de Jesús. El plan era emborrachar a Carmen para robarle las joyas, pero la mujer estaba acostumbrada a aguantar a borrachos y resistió mucho el alcohol, así que siguieron de bar en bar. En el coche, Jesús la golpeó con un mazo de madera. La mujer se resistió e intentó huir.
Los dos hombres la metieron en el coche, la mataron y la llevaron a ese huerto que conocían. Allí les esperaba el padre de Jesús, el espadista, que les ayudó a enterrarla. Luego se fueron y dejaron allí el coche lleno de sangre, porque no arrancaba.
Estos también fueron detenidos, claro, y condenados. El joven noviete de la madame confesó los hechos. Su padre y su amigo, también detenidos, tomaron cianuro antes de ser detenidos. Al único culpable que quedó vivo le condenaron a muerte, pero luego se le conmutó la pena por 30 años de prisión. Y, apenas doce años después, lo digo para no engañarnos con que ahora somos blandos con los delincuentes, consiguieron salir en libertad por buena conducta.
Y como en las buenas tramas de conspiraciones, (nada que ver con las de ahora) había un fondo de verdad. Carmen Broto había tenido entre sus clientes a lo mejorcito de la sociedad catalana y se habló de un empresario millonario, de que si facilitaba muchachas menores a un Obispo… Su asesino dijo luego que la habían matado porque era confidente de la policía franquista.
Hemos hablado de calles negras, calles con nombre de crimen o al revés, en Barcelona y Valencia. Supongo que en Madrid no faltará alguna…
La más famosa es la calle Fuencarral, con el crimen que lleva adosado y que se cometió en el portal número 109 el 2 de julio de 1888.
Los vecinos llamaron a la policía alarmados porque olía a petróleo y carne quemada. Al abrir el segundo izquierda, los agentes encontraron el cadáver de una viuda, Luciana Borcino, una mujer de clase alta conocida por sus obras de caridad. En la habitación de al lado, la policía encuentra, dormidos y narcotizados, a la sirvienta de la casa, Higinia, y al perro de doña Luciana, un bulldog.
Al menos uno de ellos. Fue la sirvienta, Higinia, la que confesó que había matado a su jefa. Dijo que, limpiando, había roto un jarrón y que le había echado una bronca brutal. Ella, entonces, cogió un cuchillo y la mató. Luego, montó la escena del desmayo, eso sí, tras drogar al perro. Fue condenada a muerte y ejecutada en 1890. Tenía 26 años, y a aquel espectáculo acudieron casi veinte mil madrileños.
La sirvienta conocía al hijo de la señora, un tipo al que llamaban El Pollo Varela y que estaba preso el día del crimen. Higinia le acusó de presionarla para cometer el crimen y se comprobó luego que El Pollo Varela entraba y salía de prisión a voluntad. Fue procesado y absuelto. Por cierto, de este crimen hizo una peli estupenda Edgar Neville, que la llamó El Crimen de la calle Bordadores.
Pero este sistema de dar nombre a crímenes con las calles donde se cometen, está quedando en desuso, muriendo de éxito porque en las grandes ciudades, con el paso del tiempo hay calles que han sido escenarios de varios crímenes. Nuestra favorita es la calle Sainz de Baranda, en Madrid. Allí actuaron, que sepamos, dos asesinos muy famosos y muy diferentes.
En el número 50 de esa calle murieron asesinados en enero de 1988 el matrimonio formado por Amelia López y William Gardner y la sirvienta, Benita Carretero. Los culpables fueron la sobrina de la sirvienta, Angelines Carretero, y su novio, Francisco Sánchez, dos yonquis que necesitaban cada día sus dosis de caballo y cometieron unos crímenes brutales.
Por esa calle ya había pasado uno de los asesinos más conocidos de la España franquista, El Jarabo.
José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris, hijo de buena familia, emigrante a Puerto Rico y retornado a Madrid, donde su tío era presidente del Tribunal Supremo. Jarabo era un vividor y amante, casi un gigoló, de una inglesa llamada Beryl. La mujer le dio una joya de brillantes, un solitario de unas 40.000 pesetas, que le había regalado su marido y Jarabo la empeñó para tener dinero para sus juergas. Consiguió 4.000 pesetas.
Y la amante, esa mujer casada, quiso recuperar la joya para que su marido no sospechara. El problema es que ella estaba enferma y Jarabo no conseguía que los usureros le devolvieran la joya. Así que la noche del 19 de julio de 1958, Jarabo acudió a casa de los prestamistas y mató al matrimonio y a su criada. No consiguió dinero y dos días después fue a la tienda, en el número 19 de la calle Sainz de Baranda, y mató al socio del matrimonio.
Jarabo fue detenido, juzgado y condenado a muerte. Y también sus crímenes se bautizaron con su nombre, como el de muchos asesinos. Al juicio contra Jarabo, en 1959, acudió también muchísima gente, hasta famosos, como Sara Montiel, por ejemplo. Y sí, otra vía es bautizar los crímenes con algún rasgo, una profesión, una afición, algún objeto, o el apodo del asesino. Por ejemplo, el crimen del Rol, en Madrid, el asesino del parking en Barcelona… Aunque a veces esto de bautizar crímenes por parte de los periodistas tiene sus riesgos.
Dar ideas a los asesinos. Ha ocurrido a veces en Estados Unidos cuando se bautizaba a asesinos por el día de la semana que actuaban, por ejemplo. En España pasó con Alfredo Galán, a quien la prensa bautizó en 2003 como asesino de la baraja cuando apareció un naipe con el as de copas junto al cadáver de su segunda víctima.
Porque en su primer crimen, este asesino no dejó ninguna carta. Elegía sus víctimas al azar, porque sí. Y mató a un portero de la calle Alonso Cano en Madrid sin dejar ninguna carta. Luego, disparó a un trabajador del aeropuerto de Barajas y allí se encontró, en una parada de autobús, un viejo naipe, el as de copas. Fue entonces cuando se bautizó el caso como asesino del as de copas o asesino del naipe.
Y a ese psicópata le gusto el nombre y siguió con la baraja. Mató a otras cuatro personas más y como le gustó la idea de la baraja, fue dejando naipes en escalera junto a cada víctima. Llegó hasta el cinco de copas y fue finalmente detenido cuando se presentó borracho en la comisaría de su pueblo, Puertollano, y dijo, muy orgulloso, que era el asesino, el de la baraja.