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Una empresa imposible

Javier Cancho nos acerca la historia de una empresa que construyó una identidad virtual ficticia y engañó a todos en un mundo en el que comunicarse a través de una pantalla es la regla

ondacero.es

Madrid | 27.02.2022 11:06

Empezamos el capítulo de hoy reparando en lo que supone la pérdida. Todos podemos comprender bien qué es la pérdida. ¿Hay alguien que no haya perdido algo? O más importante, incluso…¿Alguien puede levantar la mano diciendo que nunca ha perdido a nadie?

Quien diga que no ha perdido a nadie; en ese caso, y sólo en ese caso, y probablemente, estará pensando en otros. Pero, no conozco a nadie que en algún momento no haya estado perdido, desorientado, confuso. Quién no se ha perdido en algún momento, en algún sentido. Y, si por juventud se tiene la enorme fortuna de no haber perdido a nadie, entonces, en ese caso, habría que decir que la inmensa mayoría sí ha perdido y pierde algo en lo que se repara poco.

La inmensa mayoría, por no decir todo el mundo…ha perdido tiempo. Nos dejamos tiempo por los recodos de cada uno de los días de nuestra vida. Siendo como es la vida básicamente tiempo. La materia de nuestra existencia es el tiempo. La pérdida del tiempo es el verdadero drama del presente. Y ocurre que no hay una pedagogía orientada a que los estudiantes, los jóvenes, aprendan -desde la infancia- la importancia de no perder lo más valioso. Porque, insisto, la vida es tiempo. Por tanto, la pérdida es una parte consustancial del ser humano. Y así llegamos a una de las paradojas más actuales. Porque, en realidad, y en un sentido literal, perderse cada vez resulta más difícil, aunque, todos andemos bastante perdidos. Estamos perdidísimos. Perdidos pero geolocalizados, rastreados. Esta es una de las paradojas distócicas de la nueva era que estamos viviendo.

Un trabajo (casi) ideal

De la nueva era que estamos viviendo llega directa la historia que hoy vamos a contar. Es una historia que hemos conocido después de una concienzuda investigación de la cadena británica BBC. Ocurrió al inicio del tiempo pandémico. Fue durante el confinamiento. Una glamurosa agencia internacional de diseño convoca una reunión telemática, a través del ordenador, para dar la bienvenida a los nuevos reclutas de la compañía. El nombre de la empresa era Pájaro Loco.

Todo tenía un impronta joven, dinámica, ágil. El jefe principal, el CEO, usando la terminología de la era tecnológica, era un tipo llamado Ali Ayad. En aquella reunión telemática, unos abrían la cámara y otros sencillamente dejaban una foto de su bio, de su perfil. Lo que muchos, entre aquellos 40, no sabían es que algunas de aquellas personas no eran reales.

Esas personas que no eran reales tenían cuentas de correo electrónico activas y perfiles de LinkedIn creados para que esas identidades parecieran reales, y resultaran verosímiles. Sus nombres habían sido inventados y los retratos de sus bios habían sido robados a otras personas de cuantas hay en la globalidad de la red. Pero todo era falso. En aquel momento, la pandemia estaba el pleno furor. El virus era la gran amenaza del mundo. Así que el teletrabajo era una gran opción. En aquel momento, a un tipo llamado Chris Doocey, un gerente de ventas de la ciudad de Manchester, un anuncio laboral le llamó la atención. El anuncio describía a la compañía como una agencia de diseño digital centrada en humanos, nacida en Londres pero operando en la escala mundial. Aquello sonaba bien.

Pájaro Loco contrató a más de 50 personas. Cada nuevo recluta recibía la instrucción de trabajar desde casa. Se comunicaban enviándose mensajes de correo electrónico y mediante reuniones de Zoom. Reuniones por el ordenador. Pájaro Loco contrató al menos una docena de personas en país como Uganda, Irán, Sudáfrica o Filipinas. Para ellos, aquel trabajo no sólo era la posibilidad de ganar mucho dinero también era un pasaporte para vivir en Reino Unido. Lo era -se les dijo- si superaban un periodo de prueba de seis meses, alcanzando los objetivos de venta.

Sin que supieran que estaban siendo conejillos de indias, el CEO de la compañía, Ali Ayad, les contaba episodios de su periodo como diseñador creativo en Nike. Los nuevos contratados de Pájaro Loco, en las reuniones telemáticas, escuchaban aventuras de cuando trabajó, les decía, en la marca de moda deportiva de Oregón. Fue allí donde conoció a David Stanfield, el cofundador de Pájaro Loco. En las videollamadas, Ayad se mostraba intenso y carismático. Hablaba con confianza, si acaso, se manifestaba con un optimismo desmesurado. Pero así convenció -al menos- a tres personas para que renunciaran a los trabajos que tenían y se pusieran trabajar para la nueva empresa.

La mentira asomó la patita

En realidad, no parecía que hubiera motivo para dudar. En su cuenta de LinkedIn aparecían lustrosos comentarios de sus excolegas. Pero las mentiras suelen terminar asomando alguna patita. Y en este caso ocurrió. En la redacción de los contratos, los trabajadores aceptaron que mientras estuvieran a prueba sólo cobrarían comisiones. Comisiones como sueldo durante los seis primeros meses. Muchos de los que aceptaron esas condiciones eran jóvenes en tiempo pandémico. A este respecto, finalmente, tal y como constató la BBC, ninguno de los empleados de Pájaro Loco recibió un sólo céntimo por seis meses de entregado trabajo. Aguantaron tratando de pasar la línea de meta. Los engañados pensaron que ellos eran los únicos que no cobraban, con la idea de que percibirían un sueldo suculento si pasaban el periodo de prueba.

Sin embargo, todo el castillo de naipes se vino abajo un día por la tarde. Gemma Brett es una trabajadora, con buen currículum, que mordió el anzuelo. Fue una de las primeras en percatarse de que algo no iba bien. Así que usó, junto a otra compañera, buscadores de imágenes. Fue así como se dieron cuenta de que muchos de sus colegas no existían. Alguien escribía los correos en nombre de aquellas identidades falsas. Eran una amalgama de fotos robadas de diferentes esquinas de la red. Enseguida compartieron el alcance del engaño al resto.

Al menos seis de los directivos de Pájaro Loco eran perfiles inventados a los que se les había dado una identidad tan falsa como verosímil. Usando tecnología de reconocimiento facial, la BBC descubrió que la foto de Dave Stanfiled pertenecía en realidad a un constructor de paneles de abejas que vivía en Praga. El ciudadano checo no tenía ni idea de qué iba aquella vaina. La cadena británica también contrastó que Ayad nunca había trabajado en Nike. La cuenta de Instagram del malabarista del engaño, con 90.000 seguidores, era mera pantomima. Todo (o casi todo) era mentira.

"Estábamos creando oportunidades"

Los trabajadores engañados estaban devastados. Habían perdido mucho mucho tiempo. Tiempo, esperanza y energía. Uno de los contratos en India, un joven llamado Elvis John, planteaba lo siguiente: no sé -decía- si alguna vez quien hundió todo este engaño entenderá todo lo que nos hizo pasar. Después de un año de investigación, un equipo de la BBC localizó al muñidor de todo el embuste. Aquel tal Ali Ayed. Lo siguieron hasta una calle del oeste de Londres. Si se sorprendió con la presencia del equipo de televisión, no aparentó extrañeza ninguna. Se comportó con frialdad. "Estábamos tratando de crear oportunidades para la gente en medio del Covid". Esa fue toda su explicación.

¿Había alguien más moviendo los hilos? Esta es una de las preguntas que queda en el aire después de esta investigación periodística. Aunque, la gran cuestión es por qué lo hizo. Es posible que realmente hubiera intención de crear una empresa. Si el tomate no se hubiera descubierto, es posible que Pájaro Loco hubiera dado algún tipo de rentabilidad. Los contratados parecían gente solvente. Puede que hubiera dado dinero y nunca se hubiera conocido que todo había sido cimentado de una mentira.

Pero otra explicación puede ir más allá del dinero. Parecía disfrutar con esa identidad de jefe, de CEO de una compañía rumbosa. Puede que necesitase sentirse un jefe cool. Aprovechó que comunicarse a través de una pantalla se convirtió en regla. Pensó que había logrado crear un universo donde era admirado por su identidad virtual. Admirado por un montón de mentiras.

Y lo más asombroso y lo más inquietante es que vivimos en una época en la que casi le funciona.