CON JAVIER CANCHO

Punta Norte: "Pessoa, el hombre de las más de cien personalidades"

Sin rodeos, nos dirigimos a los brumosos mundos que habitó alguien llamado Fernando Pessoa. El escritor portugués es uno de los grandes de todo el siglo XX.

Javier Cancho

Madrid | 01.12.2019 13:56

Y para hablar de Pessoa, quizá sea buena idea empezar por su final. Antes de morirse, Pessoa destiló en una frase toda la sabiduría aprendida. "No sé qué pasará mañana”, esa sentencia es uno de sus legados.

El poeta portugués utilizó más de cien heterónimos pero no se trataba sólo de que mudase de nombre iba más allá, desarrollaba identidades propias para todos esos personajes a los que cobijaba en su interior, creándoles cartas astrales, caligrafías y rúbricas propias, con un estilo poético concreto para uno.

Escribía con personalidades diferentes, sintiendo de un modo distinto en función de quien fuera la voz que marcaba el rumbo de la escritura. Aunque, sus personalidades solían emprender sus particulares caminos, uno de los rincones más propicios para Fernando Pessoa fue el café A Brasileira, en el barrio del Chiado, en Lisboa. Allí, bebía y fumaba.

Se dice que fumaba 80 cigarrillos al día, encendía la lumbre en cuanto acaba de sofocar el humo del pitillo contra el cenicero. Pessoa era íntima y plenamente consciente de una situación tan extendida como silenciada: el desconcierto existencial.

Sobre los melodramas ibéricos, Pessoa escribió que sólo hay dos naciones en Iberia: España y Portugal. En los tiempos en que Europa era una entidad difusa ni siquiera soñada; entonces, Pessoa soñaba con una Iberia confederal que hiciera de contrapeso a las poderosas Francia y Alemania. Pessoa hacía un planteamiento llamativo visto con la perspectiva de los cien años transcurridos: a los pobladores de la península y sus aledaños nos quería independientes pero unidos, separados pero confederados.

En aquel café, Pessoa se tomaba sus copitas de aguardiente. Pessoa era modestamente elegante. Era elegante, porque era culto. También era calvo, con sombrero y con aquellas gafas pequeñas. Se ha escrito de él que se inventó muchos amigos porque tenía muy pocos. Le costaba conversar con todos aquellos que vivían como si no hubieran dedicado ni el más nimio instante a tratar de comprender lo que es la vida. Decía Pessoa que vivir es un error metafísico de la materia. Algo así como un accidente.

Pessoa escribió hace cien años algo sobre su época. “He nacido -escribió- en un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes había perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué”. Creer y no creer, sin saber por qué.

Siguiendo el rastro de esa parte asombrosa de la personalidad de Pessoa llegamos hasta una tía suya llamada Anica, con la que vivió y convivió dos años. Digamos que su iniciación en los asuntillos del ocultismo fue por su tía, siendo Pessoa joven. Pessoa confesó en alguna ocasión que él creía en la telepatía, e incluso en algo llamado visión etérica que consiste en la supuesta capacidad de contemplar el aura de los otros, esa especie de éter luminoso que no existe y en el que creen los propensos a interpretaciones paupérrimamente científicas.

Pessoa fue como una especie de disidente místico de la razón, en ciertos momentos de su existencia. También se arrimó al mundillo de las sociedades secretas. Fue así como Pessoa entabló relación con un tipo llamado Aleister Crowley, que era un ocultista de fama en aquel momento. Y con Crowley participó en el que puede que fuera el episodio más bochornoso en la vida de Pessoa. El fabuloso escritor portugués ayudó al impostor de Crowley a fingir su suicido por un despecho amoroso.

Y el bochorno llegó cuando Crowley apareció en una exposición en Berlín semanas después de que Pessoa filtrara a los periódicos lisboetas el burdo rumor de que Crowley se había arrojado al mar en un acantilado conocido como Boca do Inferno.