El color azul es del mar. Ahora en calma, ahora revuelto. Ahora apacible, ahora en tempestad. El color azul es, hoy, el de miles de familias que acaso ahora me estarán (me estaréis) escuchando.
Una madre en un colegio me recordó, a primeros de marzo, algo que yo había contado en una tarde de Brújula. Uno cuenta tantas cosas que, a veces, me ayuda que me las recuerden.
Hace seis años les conté, a las ocho de la tarde (les voy a decir una cosa) que Sacha Baron Cohen tiene un primo.
¿Quién es Sacha Baron Cohen? Un cómico. El que que hizo “Bórat” y “Bruno”. Iba a haber hecho de Freddie Mercury en la película de ‘Queen’ pero no cuajó y por eso acabó haciéndola este Rami Malek. Ése es Sacha, el famoso.
El primo no es tan conocido como él. No hace películas, sino investigaciones científicas sobre la mente. Se llama Simon y es doctor en psicología. Es probable que tú esto ya lo sepas si eres madre o padre de un niño un poco diferente a los niños corrientes. Igual hasta tienes alguno de los libros de Baron Cohen en la pequeña biblioteca que te fuiste haciendo a base de comprar todo lo que encontrabas sobre...el autismo.
El autismo y sus diversos grados. A ti no hace falta que nadie te explique que TEA se dice TEA y no “ti”, porque no es té en inglés, sino Trastorno del Espectro del Autismo. Y como te lo habrás leído todo, en tu afán de padre o de madre que quiere saber cómo funciona la cabecita de tu crío, sabrás que los primeros estudios serios sobre autismo no han cumplido todavía ni cien años. Tú, que lo has pasado mal porque para criar a un hijo TEA primero hay que reprogramarse uno mismo, tú sí puedes imaginar el desgarro interior que sufrían las madres que, hasta los años cincuenta, acudían al médico en busca de respuestas y recibían ésta: ‘Su hijo’, les decían, ‘sufre de esquizofrenia infantil causada por la frialdad de la madre’. ‘Frialdad, ¿yo?’, se quejaba la madre. Y el médico le decía: ‘No ha sido usted lo bastante amorosa con su recién nacido, señora’. Imagina a esa mujer, desolada, rota porque sale del hospital con una doble condena: condenada como causante y condenada a internar a su hijo en un psiquiátrico.
Cuántas veces habrás pensado que, al menos, a ti te ha tocado vivir en esta otra época en que se sabe más, bastante más, sobre los TEA. Seguramente tu historia se parezca a la de otras madres y otros padres que en los primeros seis meses, ocho meses, diez meses de la vida de su nuevo niño, no percibieron que fuera en nada distinto a los bebés de los demás. Pero que, en algún momento en ese primer año, empezaron a notar que al bebé no le gustaba estar en brazos, que no miraba a los ojos, que no aguantaba que lo achucharan. ¿Cómo no vas a achucharlo, si es tu bebé? Pero sentías que se violentaba hasta enrabietarse como si lo estuvieran aplastando.
Con el tiempo entendiste que era justo así como se sentía, aterrorizado. Tuviste que resignarte a reducir al mínimo el contacto físico. Te acostumbrarte a mirarle. Y empezaste a preguntarte por qué permanecía tanto tiempo con la vista clavada en un punto fijo. Te diste cuenta, de que a diferencia de otros críos, pasaban los meses y el tuyo no rompía a hablar. Siempre callado. Tú le decías eso de maammá, paapá. Tu niño, nada. Como si no escuchara. Pero al poner la lavadora, justo al revés, espantado como si estuviera escuchando un terremoto.
Los niños comunes tienen rabietas. El tuyo, cuando estalla, es un tsunami. Hay sonidos que, para él, están a un volumen cien veces más alto que el que tú escuchas. El exceso de luz le duele. Los cambios imprevistos le alteran.
Si tu niño escucha algunos ruidos multiplicados por cien, tú sientes una alegría multiplicada por mil con cada pequeño avance que vais logrando, cada milímetro que has ido avanzando en tu capacidad de comunicarte. Los padres y las madres de los niños corrientes no llegan a llorar de alegría cuando su hijo les mira por primera vez a los ojos y aguanta, aunque sea diez segundos, el contacto visual. Tú si entiendes que la felicidad es eso. Él a su ritmo y tú, haciéndote.
A ti no hace falta explicarte que los TEA no son todos iguales. Que si el tuyo lo que tiene es asperger y le da por hablar de su tema favorito —las carreteras, los trenes, el Titanic— entonces aquello es un brotar imparable de palabras y te va a costar dios y ayuda meter baza. No son todos iguales y no son todos niños.
Los niños crecen. Se hacen adolescentes TEA y al tsunami se une, cuerpo a tierra, la adolescencia. Se hacen jóvenes y adultos TEA y han de aprender a valerse en un mundo diseñado por quienes no lo somos. Aprenden a estrecharnos la mano aunque les no les guste el contacto físico; aprenden a decir frases rituales como “encantado de conocerle” o “¿qué tal está usted?”, a responder “me alegro” cuando no se alegran, como nosotros. Aprenden a imitar nuestro idioma, a reproducirlo, aunque en ocasiones no lo entiendan.
Hacen lo que hacemos los adultos comunes, no para sentirse ellos comunes, sino para que nosotros, tan incómodos ante la diferencia, les veamos un poco menos diferentes. Han hecho por incluirse ellos en nuestras formas, nuestros hábitos y en nuestras expresiones. Lo que las organizaciones y asociaciones relacionadas con los TEA nos invitan a hacer en este dos de abril es poner un poco más de nuestra parte para facilitarles a ellos la inclusión sin pretender, ni aspirar, ni esperar que sean algo distinto a lo que son. Son personas con Trastornos del Espectro Autista. Son diferentes.