En la ruta Opal, el camino que va de Muqur a Darré-i-Bum, y donde a duras penas se está intentando terminar de construir la carretera, los talibanes -la insurgencia, como dicen los militares españoles porque ése es el nombre que reciben en las comunicaciones oficiales-, los insurgentes tienden trampas a los militares de la OTAN (los nuestros) en forma de bombas caseras, o en su denominación anglosajona, los IED, los artefactos improvisados.
El trabajo de los desactivadores de explosivos, como Fernández Ureña, es el más arriesgado, porque han de intentar anular la bomba o, si se puede, hacerla explotar asegurando antes que no cause daños. Son la versión real, y española, del protagonista de En tierra hostil, artificieros en la guerra. En el 99 % de los casos consiguen frustrar el objetivo letal de quienes han puesto la bomba en medio del camino; cuando eso ocurre, aquí, claro, no hablamos de ello: es la rutina de esta misión militar, el oficio de la guerra. Cuando ocurre lo contrario, la muerte es la noticia.
La muerte del militar español que hace el número 100 de Afganistán, catorce de ellos víctimas de ataques, o atentados, parecido a éste de hoy; sesenta y dos de ellos muertos en el accidente del Yakovlev, aquel lunes de mayo de 2003 -año y medio después de comenzar la guerra- que regresaban a España tras haber prestado servicio; diecisiete fallecidos en el accidente del Cougar. Varios miles de militares españoles se han ido turnando, en estos once años, para realizar el trabajo que la OTAN nos tiene asignado en aquel país. Mil cuatrocientos integran el contingente actual, a tres meses de que comience el repliegue de nuestras tropas. De entonces a octubre, tres de cada cuatro militares abandonarán el país; el resto lo hará en 2014, salvo que el gobierno Rajoy concrete su intención de mantener una presencia testimonial en el país para seguir colaborando en la formación del ejército y la policía afgana, como el presidente transmitió a Karzai en las dos ocasiones en que se han visto.
El repliegue comenzará justo en este lugar en el que han matado a Fernández Ureña, la zona más peligrosa de las que patrullan las unidades españolas, la más avanzada, donde está la sucursal de la base de Qala-i-Naw, el puesto de Muqur del que salen los vehículos cada día para vigilar el trayecto hasta Darré-i-bum. Desde que se produjo, en noviembre, el traspaso de la responsabilidad (del control) de esta provincia al gobierno afgano, los militares españoles están en misión de apoyo. Sobre el papel. En la práctica, y como ocurre con casi todas las unidades internacionales en territorio afgano, siguen siendo ellas las que hacen el trabajo de repeler los ataques talibanes y mantener a raya a los muchos integrantes armados que aún están activos.
Para las familias de los militares que están aquí, lo más ansiado siempre es la comunicación con ellos, el contacto telefónico que les permite escuchar ese mensaje repetido -y que se obligan a creer- de que están bien, de que el peligro tampoco es tanto, de que no hay por qué preocuparse porque se cuidan bien los unos a los otros -son la otra familia, la de los compañeros de armas-. El ánimo siempre alto -mientras dure, al menos, la llamada- y las anécdotas que salpican la charla, las uvas congeladas de Nochevieja (porque aquí las temperaturas se despeñan, la caldereta que preparó el comandante, la misa que oficia el páter leyendo el Evangelio en un iPad.
Hoy la familia de Fernández Ureña recibió la otra llamada, la que ninguna familia desearía recibir nunca, la llamada de las autoridades para comunicar la fatal noticia de que a Daniel lo ha matado una bomba.
La principal preocupación de los gobiernos que participan en la guerra de Afganistán -una vez que han asumido que es hora de irse porque nunca podremos erradicar del todo a los talibanes- es la seguridad del repliegue. A medida que disminuyan las tropas internacionales los talibán intentarán reforzarse y ganar terreno. Mantenerlos a raya será misión, no ya de quienes nos vamos, sino de las fuerzas armadas de Karzai, que son las que se quedan. No hay un solo mando occidental ni un solo embajador que se atreva a afirmar que Afganistán, el Estado afgano, está preparado para mantener estable el país una vez que la coalición internacional lo abandone.
McCrystal, el militar norteamericano que fue máximo responsable de las tropas de ese país hasta que se fue de la boca en un reportaje del Rolling Stone ha dicho esta semana que no es tarea suya dar consejos al presidente de los Estados Unidos, pero que si éste se los pidiera le animaría a revisar muy al alza el número de militares que planea mantener en suelo afgano. Los generales norteamericanos sostienen que hay que dejar allí no menos de veinte mil militares -ahora son 66.000-, pero la Casa Blanca desea que el número sea muy inferior, entre cinco y siete mil personas, no tanto por el ahorro económico -que también- como por el cansancio social hacia una guerra que se ve como algo ineficaz y del pasado, máxime cuando Al Qaeda ha sido descabezada.
Obama apuesta por retirar la inmensa mayoría de los militares y dejar unidades especializadas -comandos de operaciones especiales- y aviones no tripulados, los drones que tienen entusiasmados a militares y gobernantes norteamericanos y a los que ven como el más eficaz, hoy, de los soldados: espía y combatiente a un tiempo, dos en uno. Drones y servicio de inteligencia, así se ganan hoy las guerras, piensan en la Casa Blanca. La CIA, que empezó esta guerra tapándose las vergüenzas del fracaso en la detección del 11-S -lapidada en todos los medios por haber perdido el olfato- vive ahora la situación contraria, el aplauso por la localización de Bin Laden. Los agentes de la CIA -o las agentes de la CIA, Carrie Mathison, Maya- vuelven a ser héroes protagonistas -Homeland, Zero Dark Thirty—en la televisión y la gran pantalla.