Habrá pensado que hay que ver cómo ha cambiado el oficio de rey con el paso de los siglos. Hoy estuvo el monarca visitando los pueblos ribereños del Ebro, sin que nadie le acusara -porque él es el rey- de sobreactuación o de oportunismo. Charló con los alcaldes, saludó a los vecinos, y les dijo que, aunque no está en su mano decidir lo que hay que hacer -–porque él es el rey— cuentan con toda su solidaridad y su ánimo. Pisado el barro, como diría Pedro Sánchez, se volvió Felipe a Zaragoza a visitar el museo Goya y a inaugurar la exposición sobre el rey Fernando. Que en su época, y en la política española, fue la figura clave (mandó mucho más que Rajoy y manejó más información, y casi tanto patrimonio, como el comisario Villarejo) pero quedó eclipsado en la Historia por la esposa, por los yernos y por el nieto.
El influyente rey Fernando (que lo fue como pocos gobernantes por decisivo y por longevo) acabó siendo más conocido, no en su época sino en las siguientes, como el marido de Isabel, el abuelo de Carlos y el suegro de sus dos célebres yernos: el efímero Felipe el Hermoso que peregrinó por Castilla no ya vivo sino muy muerto, y el inglés, Enrique VIII, marido de repuesto de Catalina y rompedor con ella y con tantas otras cosas. Marido, suegro y abuelo. A Fernando acabó superándole en fama hasta el Gran Capitán, aquella celebridad militar con la que el rey, egos mediante, las tuvo tiesas.
Es conocido que Maquiavelo, en aquel libro de autoayuda que escribió para príncipes del medievo (y que de haberse publicado hoy se habría titulado ‘¿Quién ha robado mi reino?’), se fijó en Fernandoel católico como ejemplo de gobernante nuevo. Le reconoció aciertos y aptitudes aunque le regateó su admiración. Fue cicatero en la atribución de méritos achacando buena parte del éxito del monarca aragonés no a la sabiduría sino a la astucia y a la oportunidad, lo que hoy llamaríamos golpes de suerte, la fortuna. Como más tarde le señalaron los fernandistas al florentino, hombre, la lotería te puede tocar una vez, pero no le está tocando siempre al mismo. Salvo que seas Marjaliza el de la púnica en cuyo caso te tocan varios premios por sorteo. Pero esto en aquel tiempo aún no se sabía.
Desde que Maquiavelo publicó su obra de referencia, los gobernantes siempre han presumido de astutos (Artur Mas lo sigue haciendo) y han identificado lo maquiavélico con la malicia, la aptitud para la maniobra y la falta de escrúpulos. No estaría seguramente el florentino muy conforme con la caricatura que hoy se hace de sus máximas, y tampoco con esta afición a atribuirle la paternidad de la idea de que, tratándose del juego político, el fin justifica los medios. Es verdad que Maquiavelo recetaba, a quien aspire a ser tirano, deshacerse cuanto antes de Bruto, pero no hace falta ponerse estupendo y leer El Príncipe para hacer circular dossieres con los que comprometer, y tumbar, al adversario.
El chapoteo en las cloacas ni lo inventó Maquiavelo ni es, en sí mismo, maquiavélico. César Borgia –el otro español que aparece en El Príncipe—tenía a Miquel Corella, Michelleto, como brazo ejecutor de sus maniobras para descabalgar (y en aquella época eliminar) a adversarios, rivales y, en general, gente molesta. Descabalgado, de una candidatura, en Madrid el todavía príncipe regional Ignacio González, la pregunta que se escucha en los arrabales de Madrid, entre reyerta y reyerta, es si el comisario Villarejo es héroe de la higiene pública (látigo de corruptos) o villano al servicio de intereses oscuros. A quién sirve el comisario Villarejo, quién es su patrón, su Borgia emboscado, quién es el mentor que le ampara en su doble condición de maniobrero y empresario de éxito. O al revés, a quién interesa ahora destapar al comisario, difundir los nombres de sus sociedades, presentarle como una mezcla bien extraña de funcionario que investiga y hacedor de dinero que trabaja por su cuenta.
“No es un policía como los demás”, dijo hoy Esperanza Aguirre acreditando de nuevo su excelente ojo clínico. No parece que sea un policía corriente, pero tampoco ha dado la impresión, hasta hoy, de que la actividad del comisario y su inflado patrimonio haya inquietado al ministerio del que depende. El ministerio del Interior que sólo hoy, cuando El País ha publicado una portada sobre las empresas de Villarejo y un editorial en el que vincula las actividades del comisario con grupos que firman parte de la policía pero que actúan al margen de cualquier control de sus superiores, sólo hoy ha reaccionado anunciando la apertura de una indagación interna sobre el patrimonio del policía Villarejo. Lo que no hizo Fernández Díaz, el ministro, el día que Ignacio González denunció que le habían intentado chantajear sin éxito, lo ha hecho hoy que El País, en información de Javier Ayuso, ha puesto el foco sobre el entramado empresarial del comisario.
Villarejo se define a sí mismo como agente encubierto cuyas empresas sirven a la policía para camuflar investigaciones relevantes. “No es un policía como todos”, como dice Aguirre, pero en ese caso: qué clase de policía es, a las órdenes de quién y rindiendo qué clase de servicios. La oposición en el Parlamento pide la comparecencia del ministro para que exponga lo que sabe: coindicen los grupos políticos en algo que no es, sin embargo, unánime entre los sindicatos de policía. Donde los partidos denuncian una situación inaudita, extraña, turbia y sorprendente, los sindicatos se dividen: hay quien pide investigación interna porque no le parece lógico el uso de empresas particulares para realizar indagaciones oficiales y hay quien mantiene que si el comisaria cuenta, como él dice, con la autorización de sus superiores no hay escándalo alguno. “Lo que habrá que investigar”, dicen estos, “no es por qué Villarejo realizaba estas misiones especiales, digamos, sino por qué se cerró la investigación sobre el ático de González”.
Caído políticamente el presidente madrileño, el caso González se ha convertido en el caso Villarejo. Si es un policía, si es otra cosa, si existe, por encima de él, una cadena de mando, si es un mafias que hace las guerras que a él interesa por su cuenta y si guarda relación, o no, con eso que Felipe llamaba las cloacas del Estado. Medios inconfesables al servicio de un fin. Quién es el príncipe de esta historia. El príncipe de las tinieblas.