Hay un día en el año en que todo se para. Las oficinas abren dos horas más tarde para facilitar el transporte de los estudiantes. Los aviones cambian sus horarios y sus rutas para no hacer ruido en las primeras horas. El transporte público se refuerza y en la radio y la televisión sólo se habla del examen. Es el día del Suneung, la gran prueba que durante diez horas examina la aptitud y los conocimientos de los surcoreanos de diecisiete años que aspiran a ir a la universidad. Desde tres meses antes los templos budistas y las iglesias cristianas ofrecen a los padres sesiones de oración por el aprobado de sus hijos.
Durante el mes siguiente, toda la familia aguardará preocupada y expectante a conocer la nota que el estudiante ha obtenido, la llave que le abrirá, o cerrará, el paso a las mejores universidades, los mejores empleos y los mayores salarios, casi siempre. En Corea del Sur, país que siempre aparece en los tres primeros puestos del célebre informe Pisa, la educación es, sin ninguna duda, un asunto de Estado. Es “el” asunto de Estado que, a decir de los responsables del país, explica que hayan pasado, en cincuenta años, de estar a la cola del mundo a estar en vanguardia.
Seguramente al ministro Wert le gusta esta pasión surcoreana por la educación y por la evaluación de los alumnos -no hay día más importante en el país que el día de la selectividad-, pero seguramente le gusta menos que los alumnos de secundaria comiencen su jornada lectiva a las seis de la mañana y la terminen bien entrada la noche, o que el castigo físico esté tolerado como instrumento de enseñanza, o que la tasa de suicidio entre niños y adolescentes sea de las más altas del mundo en todos los ciclos educativos.
Seguramente el ministro Wert firmaría esta frase, en favor de la evaluación externa de los estudiantes, que pronunció hace unos años un ministro de Singapur, otro de los países que figura en el top de los rankings educativos. Le preguntaron: “¿no le están robando ustedes la infancia a los niños sometiéndolos a tantos exámenes? Y él respondió: “La manera más eficiente de averiguar si lo que uno enseña está siendo aprendido son los exámenes. Hace cuarenta años sólo aprobaba las pruebas internacionales el 40 % de nuestros jóvenes. Hoy lo hace el 95 %. Luego las evaluaciones externas sí funcionan”.
En esto coincide Wert con la política educativa de Singapur -”lo que no se mide no se puede mejorar”, dijo esta mañana-, pero difícilmente coincidirá, sin embargo, con otros aspectos de ese país (escasamente plural en lo político, por ejemplo) y de su modelo educativo, que ordena jerárquicamente a los niños en clase desde primero de primaria en función de las notas que obtienen y que obliga a pasar un primer examen de selectividad al final de primaria (con doce años), en función de cuyo resultado se cursa la secundaria en un colegio mejor u otro peor, o se dirige al alumno hacia las escuelas profesionales, también llamadas vocacionales.
La eficacia del sistema, a efectos académicos, la avala un dato: hace cuarenta años la mayor parte de los estudiantes en Singapur no terminaba la secundaria (buena parte del país era analfabeto): hoy todos los jóvenes pasan al segundo ciclo educativo.
Hace ahora cinco años, el periodista argentino Andrés Oppenheimer, afincado en Estados Unidos y premio Ortega y Gassett y Rey de España, se propuso averiguar qué están haciendo bien algunos países que han mejorado notablemente su nivel de vida en las últimas décadas y compararlo con aquellos otros que parecen estancados o en regresión. Naturalmente la crisis económica ya apretaba, pero su intención era indagar en aquello que Bill Gates, al término de una entrevista, le había dicho: “La clave es la innovación, y la clave de la innovación es la escuela secundaria”. La tesis la expone Gates siempre que tiene oportunidad de hacerlo: “mejore su educación secundaria y mejorará el nivel de vida de su país”. Con esa idea inició el periodista un viaje que le llevó, para empezar, a los tres países que lideran los informes PISA: Singapur, Corea del Sur y Finlandia.
En Singapur le contaron lo convencidos que están de que uno de los factores de su progreso es la elección que hubo que tomar el día que declararon la independencia: había varias lenguas autóctonas del país y tenían que escoger una como idioma oficial. En lugar de decantarse por una de ellas, escogieron el inglés. En Finlandia lo que le contaron fue la historia del arzobispo Gezelius, que el siglo XVII prohibió contraer matrimonio a todo hombre que no supiera leer; su intención -muy luterana- era promover la lectura de la Biblia, pero por el camino consiguió que aprender a leer se convirtiera en hábito social y motor de conocimiento de otras materias. Habló con pedagogos y con políticos. Y su primera conclusión fue que el éxito en las pruebas de estos tres países respondía a modelos y planteamientos que, entre sí, son muy distintos. El ambiente durísimo, despiadado, de las escuelas surcoreanas no se parece en nada al ambiente amable, cálido, casi informal, de los colegios finlandeses. Lo que en Singapur es casi obsesión por examinar constantemente a los alumnos para hacer rankings, en Finlandia es alergia a las notas numéricas mientras los chavales no han cumplido trece años.
Lo que en Corea del Sur y Singapur es tolerancia al castigo físico como instrumento para inculcar disciplina, en la nórdica Finlandia es tolerancia cero y autodisciplina que los alumnos han de traer incorporada de casa. ¿Y entonces, cuál es el modelo que garantiza mejores resultados y en menos tiempo? El de Finlandia es, en apariencia, el menos exigente, pero es sólo apariencia porque la evaluación del alumno es tan constante, atención, como la evaluación exterior del profesor, cuya competencia también es sometida a examen.
Los chavales finlandeses hacen prueba general al pasar de primera a secundaria (lo que aquí sería pasar de la ESO al bachillerato) y el alumno que va más flojo en clase, en lugar de aparecer en un ranking por la cola para espolear su afán de superarse -modelo Singapur- se le asigna un profesor adicional cuya tarea es evitar que se quede rezagado. Si hubiera que encontrar puntos en común de estos tres países con buenos resultados PISA seguramente serían, además de la inversión económica -por supuesto- y la prioridad que la educación tiene en la agenda del país (de todas las instituciones públicas y privadas del país), la elección temprana de itinerario pero con posibilidad de cambiar más adelante de carril (puentes para que las decisiones que se toman no sean tan dramáticas), la implicación constante de las familias en cuanto sucede en la escuela -Wilma es la red informática que une a padres y maestros en Finlandia- y la alta exigencia, alta consideración social, alto salario pero también alta evaluación periódica del profesorado.
Los profesores tienen prestigio social, cuentan con facilidades por parte del Estado, pero también tienen mucha exigencia, no sólo para entrar en el cuerpo docente sino para permanecer en él. La tarea que tienen encomendada es tan crucial para el país que éste procura asegurarse de que esté siempre en manos de los mejores.
Escribe Oppenheimer: “Para mi sorpresa, descubrí que mejorar sustancialmente la educación no es una tarea imposible. El mundo está lleno de ejemplos de cosas concretas y fáciles que se pueden copiar”. Desgraciadamente, en este viaje que hizo este periodista por los sistemas educativos de otros países (habla también de la India, de Israel, de Brasil, de Chile) no dice nada de cuánto peso tiene la asignatura de religión o cuántas de las materias se imparten en una lengua y cuántas en otra. Es decir, que apenas sirve para el debate ligeramente capado que, bajo la apariencia de hablar de educación, se produjo esta tarde en el Senado.