A Hugo Chávez, presidente de Venezuela fallecido anoche, lo llaman en los medios de comunicación gubernamentales “el cristo de los pobres”. Ha empezado un proceso de canonización laica del comandante, la identificación de la nación con el hombre -“Chavez somos todos”, se repite-, la insistencia en la idea (una especie de eslogan electoral preventivo del partido del gobierno) de que Chávez sigue vivo, pese a haber muerto, en cada uno de sus seguidores y en cada uno de los dirigentes chavistas que toman el testigo para mantener su partido al frente del gobierno de Venezuela.
No es poco desafío el que se le presenta a la oposición, encabezada, probablemente y de nuevo, por Capriles Radonsky en las próximas elecciones: competir electoralmente con un difunto al que sus partidarios, que se cuentan por millones, afirman vivo.
El duelo nacional por la desaparición de Hugo Chávez se ha hecho visible esta tarde en las calles de Caracas. Por decenas de miles han salido los venezolanos al encuentro de la comitiva que acompaña el féretro en su traslado a la Academia Militar. Militares han sido los encargados de portar el féretro desde el hospital (militar) hasta el vehículo que transporta el cadáver, militar es la academia donde quedará instalada la capilla ardiente y militares son muchas de las marchas que están sonando en los medios oficiales, que alternan la transmisión de esta concentración popular, ciertamente masiva, con canciones y vídeos en homenaje al fallecido. Partidarios y críticos admiten que ha sido el dirigente venezolano más influyente del siglo pasado. Su dimensión histórica (y política) para Venezuela es indudable. La talla del personaje, a estos efectos, está fuera de duda, por más que su talla democrática siempre haya resultado escasa.
Los miles de venezolanos que hoy están derramando lágrimas y mostrando sus rostros emocionados en la televisión no están fingiendo nada. Fueron ocho millones los que votaron por Chávez hace cinco meses y entre ellos hay decenas de miles que no sólo le votaban, le adoraban. Tan venezolanos como ellos son, en todo caso, aquellos que hoy no sienten dolor alguno por la ausencia de aquél al que atribuyen haber dividido el país en buenos (los suyos) y malos (los otros). Tan venezolanos son aquéllos que anoche recibieron con alivio la noticia de la muerte, como si fuera ésta la llave que abre la puerta de un futuro más plural y más próspero para su país.
Nicolás Maduro, discípulo señalado por el caudillo como su heredero, se enfrenta a otro doble desafío: el de inventar el chavismo sin Chávez -no el chavismo en ausencia que ha existido estos últimos meses, sin Chávez pero abierta la duda de si llegaría a reincorporarse- sino en ausencia permanente, extinguido el profeta, el gurú, el mesías. La otra parte del desafío es cubrir el enorme hueco que la muerte de Chávez -el predicador, el rey de la subordinada- deja en la televisión oficial, donde el gran hermano cubría horas y horas de programación (de propaganda) él sólo.
El chavismo aún necesita a Chávez. Ha de mantenerlo vivo. Como un cristo resucitado. Ésta es la consigna. Después de invocar anoche el hondo cristianismo de su líder, después de sugerir la identificación del mensaje cristiano con la revolución bolivariana, hoy ya siembran los chavistas la idea de que el santo sigue vivo en los venezolanos patrióticos y honrados. Está presente en el viejito que cobra su pensión, dijo esta mañana uno de los ministros. Chávez somos todos, dijo otro. Entierran pero no despiden al fundador del movimiento. Al caudillo que presumía de serlo, que entendía su condición militar –contar con el respaldo de las armas- como elemento necesario para conducir al pueblo, al pueblo que, en su opinión, necesita ser conducido, que demanda que alguien le diga no sólo lo que hay que hacer, sino también lo que hay que pensar. Así veía Chávez su misión (que él llamaba libertadora): mostrar al pueblo qué pensamiento es el bueno y cuál el enemigo de la patria, aunque esté en boca de gente que se dice patriótica.
La idea que los chavistas tienen de la pluralidad informativa quedó de manifiesto en esta otra proclama expresada por uno de sus ministros: “No permitiremos que los medios de comunicación se hagan eco de mensajes que no correspondan con lo que el pueblo necesita ahora”. No permitirán competencia al mensaje único. Llevan la palabra “pueblo” en la boca como sinónimo, aval automático de la postura que ellos expresan. La palabra “pueblo”, la palabra “enemigo”; el gusto por el lenguaje militar, la terminología bélica, siempre en guardia, siempre librando una batalla. Las constantes en el discurso de dirigentes a los que incomoda el pluralismo de partidos y que cultivan el maniqueísmo: conmigo los patriotas, contra nosotros los traidores, los extremistas, los contrarrevolucionarios.
E interesante la fascinación por los uniformes de una parte, minoritaria, de la izquierda española; el gusto por los uniformes cuando éstos comulgan con posiciones ideológicas comunes. Se revuelven, con razón, cuando un general se pronuncia en España sobre cuestiones políticas -ruido de sables, dicen - pero se mueren de gusto cuando al caudillo, al comandante, lo sienten como uno de los suyos. Ahí no importa que el Ejército sea convocado a las reuniones del gobierno y haga proclamaciones tomando partido. Ahí no perciben el déficit democrático del que a diario se lamentan en España. Ahí no se escucha el chirrido cuando el comandante uniformado se permite afirmar que su sistema es paradigma de la democracia real a la que aspira el resto del mundo. “Patria”, “pueblo”, “victoria” y “cristo”. Las cuatro patas de la necrológica.