Hoy, sin embargo, el sonido es casi el silencio. Porque es un silencio que, de cuando en cuando, lo rompe el llanto. Porque se escucha aquí la angustia ahogada de quienes no pueden aún creer lo que les ha pasado, la vida rota por la muerte absurda de alguno de los suyos. El sonido de la incredulidad, del dolor contenido, del duelo sobrio. Por Elena Arrojo, por Rosalina Ynoa, por Carolina Besada y otras setenta y siete personas como ellas, o diferentes de ellas porque cada persona fallecida tiene una historia distinta.
Unas son veinteañeras, otras mayores, hay un niño muerto de dos años. Entre ellos no se conocían, tal vez cruzaron alguna palabra al subir al tren, o se ayudaron con los equipajes. No guardaban relación entre sí pero sus nombres van a aparecer juntos, en la lista definitiva de los muertos del accidente del Alvia.
Este barrio compostelano de San Lázaro, que en marzo y en abril se llena de viajeros venidos de fuera a disfrutar de su festa das uñas, amaneció colmado de visitantes que nunca habrían querido serlo. Las familias de quienes iban en el tren que se reparten a esta hora entre los dos recintos que tenemos ante nosotros. A un lado de la avenida Torrente Ballester, el edificio Cersia, con sus mamparas de cristal y su imagen moderna. Al otro lado, el polideportivo Fontes do Sar, las fuentes del río Sar, con sus piscinas al aire libre, su pabellón cubierto, sus setecientas plazas de aparcamiento.
El multiusos que nunca se pensó que pudiera llegar a convertirse en tanatorio, el lugar en que setenta familias velan los restos mortales de los suyos. Alrededor del edificio Cersia, como ocurrió durante todo el día, decenas de personas se agrupan, se abrazan, se preguntan. Es aquí donde han ido llegando las familias temiendo saber. O sospechando ya, pero no queriendo creerlo. Hermanos, madres, hijos que anoche, al saber del accidente, marcaron el teléfono móvil ansiando escuchar al otro lado un estoy bien, no os preocupéis, sólo ha sido el susto”; y que después, en ausencia de respuesta, se pusieron en camino hacia Compostela y visitaron ese otro lugar en el que no ha cesado el trasiego, el hospital Clínico, donde buscaron ese rostro conocido entre los heridos. Sin encontrarlo. Y que así, aferrados a una esperanza que se extinguía, han ido llegando al Cersia temiendo -pero necesitando- conocer la noticia, escuchar que, en efecto, ese hijo, esa madre, ese amigo, es uno de los ochenta muertos.
Esto es lo que hoy se está viviendo aquí. El desgarro interior, tan personal, tan íntimo, tan indisimulable. Unas familias conteniendo su emoción; en otras, incontenible el llanto. A un lado de la calle el edificio donde dan la peor de las posibles noticias; al otro lado, el tanatorio donde se procede a la identificación de los cuerpos para hacer entrega de ellos a las familias. Para que puedan empezar a preparar el luctoso viaje de retorno; a Madrid, a Jaén, a un pueblo de Toledo, a Orense, a Coruña, a una aldea de Lugo.
Si aquí, en San Lázaro, están las familias rotas para las que no hay consuelo posible, en los hospitales de la ciudad, especialmente uno, el Clínico, están aquellas que aún pelean por ahuyentar la muerte de su lado; familias aliadas de los médicos en la pelea que se libra en ese hospital por hurtarle a la muerte nuevos nombres e impedir que la lista fatal de fallecidos aún siga aumentando.
Desde ese hospital nos decían anoche -igual te acuerdas- que había allí más médicos que heridos, y no porque fueran pocas, ¿verdad?, las personas atendidas (más de medio tren), sino porque se plantaron allí, en cuanto les llegó la primera noticia, todos los médicos y enfermeras -y enfermeros-, que hay en Santiago y en los pueblos próximos, y en las ciudades de Pontevedra, Coruña o Vigo.
Uno de los heridos ingresados en el hospital Clínico iba en ese tren, claro, pero no era un viajero y no es un herido como los demás. Francisco Javier Garzón Amo. De profesión, ferroviario, maquinista de tren. “El” maquinista. Este hombre que se ha condenado a sí mismo, si todo es como parece que fue, a la pena máxima de no poder perdonarse nunca. Cincuenta y dos años, desde los veintidós como conductor. Había tomado el relevo del Alvia en Ourense. Es él quien dice, en conversación telefónica con la estación, que va a 190 justo antes de entrar en la curva cuya velocidad máxima es de 80.
Suya es ésta frase que se les quedó grabada a los bomberos que lo sacaron del con voy siniestrado: “Si hay muertos caerán sobre mi conciencia”. Había muertos, muchos más de los que nadie podía imaginar. Lo llamamos “accidente ferroviario”, pero si se confirma que hubo negligencia, la sanción penal ha de ser severa.
Hasta esta tarde han estado terminando de levantar los vagones, los coches siniestrados, para poder confirmar que esta cuenta fatal de víctimas se acaba ya. A esta hora, ayer, los pasajeros de ese tren miraban el reloj calculando los pocos minutos que restaban para llegar al destino. Unos a casa, de regreso de Madrid; otros, al lugar de descanso, a pasar el día grande de Galicia con los suyos o a descansar en este tiempo estival en que Galicia es destino para tantos. Iba terminando ese viaje en tren, que aún sigue haciéndose largo desde Madrid, aunque haya Alvia. Ya iban llegando. Sin saber que en la curva de A Grandeira terminaría abruptamente la vida de un tercio de ellos.
La vida que saltó por los aires. La tierra compostelana que hoy llora por ello. En el día que iba a ser de fiesta y está siendo todo lo contrario. Anoche decía Onega, al cerrar nuestra emisión especial, que no hay hombros para tantos féretros ni hay consuelo para tantos corazones rotos.
Hoy toda esta ciudad es el hombro que se ofrece para ayudar a cargar con el dolor, para acompañar en el duelo. Compostelanos que defraudan a quienes necesitan de su ayuda. Hemos venido a Galicia muchas veces, casi siempre por motivos gratos. Onda Cero es Galicia, tiene pruebas sobradas de la disposición, de la calidez, de la entrega de quienes vivís aquí.
En este día de Galicia, tan amargo esta vez, me gustaría que escucháramos el himno de esta tierra, en reconocimiento y gratitud a todos los que sois las gentes de esta tierra.