EL MONÓLOGO DE ALSINA

El monólogo de Alsina: Fumando hierro

Les voy a decir una cosa.

No es la primera vez que en España se habla tanto del juzgado de Palma. Del juzgado de Palma y del duque.

Carlos Alsina | @carlos__alsina

Madrid | 08.04.2013 22:28

El duque que se rebela contra aquellos que, según él y de manera injusta, le describen como un tipo inmoral que se aprovecha de su título para llevar una vida de vino y rosas. El duque al que no hace falta que citen en el juzgado de Palma porque es él quien se presenta allí a formalizar una querella por injurias. Ojo, ésta es una historia antigua, de un duque que tenía un loro al que había llamado Policarpo. Curioso caso de loro completamente mudo que sufrió casi toda su existencia de un perseverante constipado.

El duque que tenía un loro no era sólo duque, sino gran duque, y no por haberse casado con infanta alguna, sino por cuna. Su nombre era Vladimir Kirilovich, aunque en Palma mucha gente le llamaba Vladimiro. Vladimiro, gran duque de Rusia, bisnieto del zar Alejandro, de los Romanov de toda la vida. Ya dije que era una historia antigua, de cuando los cines de la Gran Vía anunciaban como grandes estrenos las películas que hoy sólo emite Cine de barrio.

En el año 1957 el juez Castro era apenas un crío de diez años, pero ya existía, aun sin él, el juzgado de instrucción número 1 de Palma. Allí fue donde nuestro gran duque Vladimir formalizó su querella contra la película. A la película cabe referirse así, como “la película” porque no hubo otra cinta que le hiciera sombra en la taquilla. Ni aquel año 57, ni en el 58 ni durante muchos años más.

“La película” era el bombazo de la época, en la España de los cincuenta que aplaudía las obras de Juan de Orduña y se excitaba con las letras ¿picantes? de los cuplés. Ya lo decía el acta fundacional de CIFESA, la Compañía Industrial de Film Español (S.A.) y productora triunfante del momento: hacemos películas de acuerdo a los gustos populares. Al público, desde luego, le gustó “El último cuplé”. Le gustó tanto que en sus primeras 38 semanas de proyección en Madrid (38 semanas, la cartelera se renovaba entonces menos que ahora, ¿eh?) recaudó quince millones de pesetas (a CIFESA le había costado tres).

A quien le gustó menos fue a Vladimiro, que se vio tan retratado en el papel de duque ruso que interpretaba Alfredo Mayo que consiguió que, durante una semana, la película fuera retirada. Fue el empujón definitivo que necesitaba, empujón publicitario, para convertirse en lo que acabó siendo: un hito del cine hispano y un mito, su actriz y cantante protagonista, de nombre Sara Montiel. El duque que tenía un loro llamado Policarpo perdió aquella batalla en el juzgado de Palma, pero se ganó un hueco en la prensa de la época, como refleja “La estafeta literaria” de febrero del 58 -que salía todos los sábados y costaba cinco pesetas-.

Hoy que está de luto el cine del barrio, cabe evocar aquel último cuplé como prueba palpable de cómo cambian los tiempos, cómo se modifican los hábitos y las percepciones sociales. Fumar era visto como un placer, un placer genial, sensual, que permitía matar las horas tan placenteramente mientras una aguardaba a que se dejara ver el hombre amado. Fumar es un edén, cantaba Sara, en la más recordada apología del tabaquismo. Es verdad que la letra del tango tampoco era para tirar cohetes,

tras la batalla /

que el amor estalla /

un cigarrillo /

siempre es un descansillo /

pero no habrá quien dude de que ésta es la canción que primero se viene a la cabeza cuando uno escucha el nombre de Sara Montiel. Fumar estaba bien. Y verse descrita en la prensa como la española más bella del mundo se entendía que era haber conseguido una crítica muy positiva, aunque nada se dijera sobre su talento para la interpretación o la potencia de tu voz, que en el caso de Sara Montiel siempre fue otra cosa.

Se ganó el título de mito o de sex symbol, que durante muchos años fue lo más a lo que podían aspirar las mujeres que se ganaban la vida en la esfera pública. A Barack Obama se le ocurrió decir el otro día que su amiga Kamala Harris es la fiscal general más bella de Estados Unidos (de California en concreto) y ha tenido que pedir disculpas porque el comentario pudo interpretarse como sexista. “¿Qué está queriendo decir, que su único mérito es ser hermosa, que por eso ha llegado a desempeñar ese cargo?” Disculpas públicas por subrayar la belleza de la señora. Sí que han cambiado los tiempos, Sara.

El año que la Montiel se consagraba como mito en “El último cuplé”, otra mujer de la que no consta que nadie dijera nunca que fuera la más bella del mundo -si acaso Denis, su simpático marido- había intentado ya por dos veces conseguir un escaño en el Parlamento británico. Por entonces no se llamaba Thatcher, sino Roberts. Y era vista más como una jovencita arrogante y caprichosa que como una apuesta de futuro prometedora.

Había estudiado química, como Rubalcaba, pero era más de derechas que el carril bici. Aun pasarían dos años, y tendría dos hijos, antes de conseguir su asiento en la cámara de los comunes, comienzo de una carrera política contracorriente que acabaría consagrándola como lideresa hiper caristmática de la derecha británica, la primera mujer en llegar a primer ministro, la primera “primera ministra”, sin haberse visto nunca ella misma, ni haber sido vista, como feminista.

El lenguaje de la época -no del último cuplé, sino de los ochenta- permitía que sus críticos la retrataran como una mujer-poco-mujer, insensible, carente de compasión y de empatía; de ella decían que era como un hombre (no en defensa de la igualdad de géneros sino para restarle el mérito de haberse abierto camino en medio de la discriminación sexual presentándola como la no mujer, el ser andrógino y robotizado que se había mimetizado con el paisaje masculino). “En lugar de desodorante se echa tres en uno”, el juego que dio aquella frase de Alfonso Guerra. Los tiempos cambian, los hábitos y las percepciones sociales cambian.

Hoy de Margaret Thatcher se habría dicho que su política es dura, o controvertida, o que demuestra poco aprecio por el estado del bienestar o las organizaciones sindicales, pero nadie hubiera puesto el acento en su condición de poco o mucho femenina, salvo que pretendiera ganarse el reproche generalizado. Sara Montiel nació en 1928. Margaret Thatcher nació en 1925. Dos mujeres que vivieron las mismas épocas, bien es verdad que en dos países que durante la mayor parte del siglo XX fueron radicalmente distintos y en ámbitos profesionales también muy poco parecidos.

Aunque Thatcher también aprendió a interpretar. Discursos. “Los rusos dijeron de mí que soy una dama de hierro”, le decía a su público (pausa teatral para que éste aguantara la respiración). “Y lo soy”, concluía, arrancando el aplauso de los suyos que también ella anhelaba.