Y que aquel que pone en riesgo esa seguridad revelando lo que no debe, debería ser tratado como lo que es, un delincuente. “¡Un delincuente”, grita el presidente en la película, “¡y no un héroe!” Claro que la primera escena en este mismo guión -que alguien escribirá- podría desarrollarse en la Casa Blanca, en el despacho oval, donde el primer presidente negro de la Historia (premiado con el Nobel de la Paz) se enfrenta al fantasma de Richard Nixon, aunque eligió la Casa Blanca- en el hombre más peligroso de los Estados Unidos, y para los Estados Unidos. La historia seguramente la conocen porque de ésta ya se hizo la película. Ellsberg es un doctor en Economía, veterano de Vietnam y antiguo analista del Pentágono que a finales de los sesenta trabaja para un think tank llamado Rand Corporation, la corporación Rand que aún hoy existe y que hacía trabajos de asesoramiento para las Fuerzas Armadas.
Desde ese puesto, Ellsberg tiene acceso a documentos confidenciales del Ejército sobre la guerra de Vietnam, incluidas las comunicaciones entre el general al mando, Wetsmoreland, y el gobierno. Documentos confidenciales que, para que nadie tuviera dudas, llevaban estampado el célebre Top Secret, y en los que se revelaba que la posibilidad de ganar aquella guerra nunca fue muy alta y que los presidentes que la habían dirigido (Kennedy, Johnson, Nixon) siempre supieron que el número de bajas sería muy superior al que se admitía en público. Enfrentado, según cuenta él mismo, a la obligación moral que sentía de poner toda aquella información en conocimiento de la opinión pública -y aun sabiendo que sería procesado por ello- Daniel Ellsberg empezó a hacer fotocopias de aquellos papeles y se los hizo llegar al New York Times, que sabiendo también en lo que se metía -uso de material robado, daño a la seguridad de la nación, enemistad máxima de la Casa Blanca y acciones legales para secuestrar sus ediciones- tiró para adelante y lo difundió todo bajo el título “Los papeles del Pentágono”.
Fue entonces cuando Nixon, enfurecido -pese a que era Johnson quien peor parado salía- ordenó que empezara el contraataque: barra libre para encontrarle trapos sucios al topo, el soplón, el whistleblower. La misión ilegal le fue encargada a un tipo llamado Howard Hunt, que empezó asaltando la consulta del psicólogo de Ellsbeg y con el tiempo asaltaría la oficina demócrata de un edificio de Washington llamado Watergate. El resto de aquel asunto ya saben cuál fue, dimisión incluida del presidente, cazado por espiar al adversario político, por obstruir la investigación y por mentir a los norteamericanos.
El resto de la historia Ellsberg incluye un juicio que el gobierno perdió por las irregularidades en que había incurrido la fiscalía y la consagración de este doctor en Economía como paradigma del héroe de la transparencia y la libertad de opinión, una figura muy admirada por una parte de la sociedad norteamericana y muy detestada por otra parte, que aun admitiendo que Johnson mintió mucho sobre Vietnam y que aquella guerra fue un desastre para América, nunca le han perdonado que traicionara su deber de confidencialidad: para una parte de la sociedad norteamericana, sigue siendo un radical, un extremista de izquierdas, un traidor a la patria.
Hoy escribe Ellsberg un artículo en el Guardian en el que afirma que la filtración que hizo la semana pasada Edward Snowden, este americano de 29 años, antiguo empleado de la CIA y de la Agencia Nacional de Seguridad que ahora trabajaba para una consultora, Booz Allen, es la revelación más importante que se ha producido en la historia de los Estados Unidos, incluyendo los papeles del Pentágono que filtró él mismo. El mayor escándalo, porque demuestra que, “aun no siendo Norteamérica un estado policial, cuenta con toda la infraestructura tecnológica y legislativa para convertirse precisamente en eso”. Desde que el New York Times publicó en el 71 los papeles del Pentágono hasta que trascendió a la opinión pública el nombre del filtrador pasaron dos semanas. Ellsberg se entregó a las autoridades en Boston y dijo estar preparado para todas las consecuencias.
Cuarenta y dos años después, el anonimato del filtrador, el soplón, de los programas secretos de la Agencia de Seguridad Nacional apenas ha durado cinco días. Edward Snowden ha confirmado que el filtrador es él, pero no como se hacía en el 71, presentándose en el juzgado para decir “es a mí a quien están buscando”, sino a la manera en que se cuentan las cosas en el 2013, grabando una entrevista en vídeo con el diario al que pasó la información, el Guardian, para que fuera colgada en su página web. Grabándola en Hong Kong, China, donde confía el filtrador en quedar fuera del alcance de la justicia y el gobierno norteamericanos. Él dice que destapó el secreto por la misma razón que movió a Ellsberg, la repugnancia que le produjo saber en qué andaba el gobierno y lo engañada que estaba la opinión pública, solo que, a diferencia de Ellsberg, no tiene intención de afrontar, en su país, los cargos penales de que puedan acusarle. Al contrario, lo dejó todo atrás antes de dar este paso y se declara convencido de que jamás podrá volver a pisar suelo norteamericano.
Obama va a pedir la extradición, del traidor, pero no es seguro de que le sea concedida: aunque Hong Kong cuente con un sistema judicial independiente, cuando de extradiciones se trata lo que pesa es el interés general de China, es decir, que la decisión la tomará, en última instancia, el nuevo presidente chino, Xi, que de pronto tiene en su mano una baza para negociar otras cuestiones con Obama.
Está recién empezado el juicio a Manning y se abre este nuevo melón en forma de segundo whistleblower. Qué hacer con Snowden. Y como frenar el debate creciente sobre quién decide lo que afecta a la seguridad nacional y cómo saber que no está abusando de esa potestad para enterarse de lo que no debe. Obama,en su segundo mandato, tras una reelección brillante, se enfrenta a escándalos diversos pero con un elemento común: el espionaje, la indagación a particulares cuya privacidad creen preservada. Primero saltó la historia del espionaje a la agencia de noticias Associatted Press, después el libre acceso de la NSA a los listados de llamadas telefónicas, y ahora el control de los servidores y de los datos confidenciales en internet. Es lógico que a Obama se le aparezca el fantasma de Nixon.
El día que hagan la película -que la harán- sabremos cómo terminó esta historia.