El dirigente político (y en su caso, sindical) que lleva más años seguidos dirigiendo, mandando, en su organización es el secretario general de la UGT, casi veinte años ya de liderazgo y en puertas de ser reelegido para otros cuatro. Cabe poca duda de que Méndez va a ganar el congreso que ha iniciado hoy la UGT porque...su lista es la única que se presenta.
No hay alternativa, no hay rival interno, no hay sector crítico; no, al menos, con entidad suficiente para subírsele a las barbas al veterano Cándido. Ésta es, probablemente (visto en la perspectiva de los veinte años que ya han pasado), la mayor conquista interna del vehemente sindicalista que, naturalmente, hace política y a mucha honra: la unidad interna llevada a su máxima expresión, rozando ya la condición de monolítica. Cuando Méndez llegó a la secretaría general del sindicato, de la mano (no el dedo pero sí la mano) de Nicolás Redondo, la UGT vivía una de sus peleas internas más enconadas.
Le había salpicado del todo el escándalo de la PSV -mucho más que éste de ahora de los EREs- y estaban a torta limpia los de Lito y los de Saracíbar, disputándose el sillón que dejaba vacante Nicolás Redondo padre.Parecía que iba a ser Saracíbar, Antón, quien recibiera la bendición del viejo sindicalista pero a última hora el candidato oficial resultó ser Méndez, a quien se veía como menos beligerante y más dado a la negociación y el acuerdo. Y ganó Méndez. Ganó en 1994 y siguió ganando después, hasta asentarse como líder con más años de permanencia en el cargo. Porque los delegados que asisten al congreso del sindicato quieren, sólo faltaría.
Y porque, aunque él lo niegue, también la UGT ha acabado cultivando un liderazgo personalista en el que suena a chino poner tope al número de mandatos de un secretario general. Sin intención alguna de jubilarse, Cándido Méndez, sesenta y un años, va camino de ser el jefe de la UGT mientras viva. No hay delfines, ni aspirantes a la vista. Ha criado fama de hombre simpático y receptivo, buen negociador, más flexible en sus planteamientos cuando los debate en privado que cuando los predica, subido al escenario mitinero, en público, pero también de hombre perseverante e incluso testarudo. Se apuntó un éxito político indiscutible con la huelga general de 2002 -tumbó a un ministro de Trabajo- pero no ha conseguido repetir ese éxito con las huelgas generales que han venido luego.
Las últimas, contra Zapatero y Rajoy, han tenido un seguimiento discreto y, sobre todo, no han logrado los objetivos con los que fueron planteadas: doblar la mano al gobierno y al Parlamento y obligarle a revisar las reformas laborales, el retraso de la jubilación y la política de recortes. Cada vez que convocó, en pareja con Toxo, una huelga general prometió que, de no lograr la rectificación del gobernante, él mismo lo asumiría como un fracaso y haría examen de conciencia. A la hora de la verdad, y pese a dar una rueda de prensa casi diaria, nunca lo hizo. Pasó página de la huelga general para convocar, y presentar como grandes éxitos, nuevas movilizaciones. Aparcó el prometido examen de conciencia para abrazar otras causas, desahucios, subsidio de paro, preferentes.
Él mismo admite que la imagen del sindicato que dirige (o de los dos sindicatos mayoritarios) ha empeorado en estos últimos años -no son los partidos políticos, o la corona, las únicas entidades que se han visto erosionadas desde que se agudizó el escrutinio público y la exigencia de transparencia en el uso del dinero de todos-, pero admitiendo eso lo viene atribuyendo, casi en exclusiva, a los ataques que llegan del exterior, la persecución de las organizaciones sindicales por los gobiernos y los medios conservadores, las campañas de descrédito de las que se sienten víctimas.
En la página web de la UGT, y en este día de comienzo de congreso, se anuncia un vídeo del secretario general bajo el título “Méndez hace autocrítica”. Ahí estamos. Un anticipo breve de lo que habrá de ser su informe de gestión ante los delegados. Comienza Méndez, ligeramente titubeante, afirmando que no basta con un lavado de cara del sindicato (lógico, porque la cara, lavada o sin lavar, sigue siendo la suya) sino que es un cambio verdaderamente profundo, en el funcionamiento de la organización. Demasiado profundo para haberlo hecho ya en estos veinte años.
A partir de ahí, la autocrítica se transforma en una autodefensa de por qué no hay problema en que permanezcan, en lugar de renovarse, quienes desempeñan los cargos. Quienes desempeñan los cargos en la dirección sindical, se entiende, porque el empeño de Méndez es convencer de que, así como un partido político se resume en un cabeza de cartel, en un sindicato hay otros cargos orgánicos y otros responsables en cada federación, cada comunidad autónoma y cada provincia. El empeño es loable pero consigue el efecto contrario: tal como Méndez lo cuenta, el parecido con la jerarquía de un partido es patente.
La organización interna, congresos, delegados, listas a la dirección, aparato, se parece mucho más de lo que Méndez menciona. Esto que él llama una distorsión mediática sobre lo que es el sindicato no parece que lo sea tanto. Sigue virgen la autocrítica sobre la pérdida de influencia de los sindicatos y el empeoramiento de su imagen pública, que al margen de campañas de uno u otro signo tal vez tenga algo que ver con el poco entusiasmo que se percibe, por ejemplo, con este asunto de la transparencia y la difusión pública de sus ingresos, sus gastos y sus créditos, es decir, sus cuentas. Ciertamente UGT es mucho más que Cándido Méndez. Y ciertamente los delegados de UGT están en su derecho a reelegir congreso tras congreso a quien consideren pertinente.
Pero no hay por qué negar que la percepción del sindicato como una organización a la que le cuesta modernizarse y renovarse tiene que ver también, justa o injustamente, con el hecho de que su líder máximo sea un señor de sesenta años que lleva en el cargo desde el 94. Cuando aún gobernaba Felipe, en la radio sonaba el The power of love y en la tele ponían Hermanos de Leche.