Katharine Graham no iba para editora del Washington Post —su vida iba a ser otra— hasta que el destino la colocó en situación de serlo. Vivió su etapa más trepidante como responsable empresarial de aquel diario con el escándalo del Watergate —un presidente que abusa de su poder para espiar a su adversario político y cuando empiezan a publicarse datos, recurre a la ocultación, la mentira y la presión al medio que lo difunde—, pero antes había vivido otro episodio interesante: los papeles del Pentágono.
Un documento confidencial incómodo para el gobierno que éste intentó que nunca viera la luz amenazando a la empresa con retirarle la licencias de televisión. Quien decidía lo que publicaba el Post era Ben Bradlee, pero a quien llamaba la Casa Blanca era a la señora Graham. “No voy buscando pelea”, escribió en sus memorias, “odio la tensión y prefiero evitarla, pero nunca sentí que tuviera otra opción”. Con el tiempo, ella misma se convirtió en una figura popular. Trascendió el comentario que el director de campaña de Nixon le soltó al reportero Bernstein el día que éste le teléfono para solicitar su versión sobre una información que iban a publicar en el periódico.
El periodista le leyó los primeros párrafos y John Mitchell explotó en el teléfono: “Dile a Katie Graham que si publica todo eso se va a pillar una teta en un escurridor”, dijo, con perdón (alguien años después lo traduciría al español como “vamos a estrujarle una teta a esa señora”, mucho más gráfico, sin duda). El reportero se lo contó a su redactor jefe y éste decidió publicarlo saltándose la directísima alusión al pecho de su editora. Quedó como “dile a Katie Graham que va a pillarse en un escurridor”. Y ella se enteró leyéndolo en el diario del día siguiente. Sólo cuando llamó divertida al director del periódico conoció la literalidad de la frase y asumió que, en efecto, de haber sido hombre la referencia anatómica habría sido otra.
“Agradezco que, a menudo, se destaque mi coraje como empresaria”, escribió años después, “pero en el fondo todo lo que hice fue respaldar a mis directivos y a los profesionales en los que estos confiaban”. A la señora Graham no le gustaba todo lo que publicaba su periódico. No compartía, por supuesto, muchos de los puntos de vista que expresaban allí los columnistas. Había primera páginas que, por su enfoque, le resultaban muy incómodas. Y todo eso le parecía perfectamente normal. No pretendía que cada página del Post le entusiasmara. Ni siquiera al lector del periódico tienen por qué gustarle todas sus páginas.
Este fin de semana leí que José Manuel Lara Hernández, el padre (o ahora mejor, el abuelo) le transmitió al hijo, Lara Bosch, un consejo: “no confundas la biblioteca personal con el catálogo”. Seguro que, entre los libros que editó, hubo muchos que le entusiasmaron; otros que no le entusiasmaron tanto y algunos que, también seguro, ni siquiera le gustaron. Pero no por eso dejó de editarlos. Que a él le interesaran menos no suponía que no hubieran de interesarle a nadie.
Es seguro que a Lara Bosch no le entusiasmó cada minuto de cada programa de Antena 3, o de La Sexta, o cada uno de nuestros minutos de radio, en Onda Cero, habría ratos que le encantaran, ratos en que se sintiera muy identificado con las opiniones que aquí, o en las teles, se expresaban y ratos en que todo lo contrario, o sea, como a usted mismo, o como a mí, que hay cosas que nos gustan más, cosas que nos interesan menos, programas que nos apasionan y programas que igual ni vemos, porque el catálogo editorial de la empresa no se reduce a la biblioteca personal de quien está al mando. Mucho menos va a tener que reducirse —es consecuencia de esta filosofía primera— a la biblioteca personal de quien pretenda decidir qué se puede publicar, y que no, desde fuera.
“Mis amigos me reprochan”, contaba Katharine Graham, “que le hayamos dado demasiada cancha al Watergate, nos atribuyen a nosotros la situación en que hoy se encuentra Richard Nixon”. Y añadía ella esta reflexión: “Me sorprende que no se la atribuyan al propio Nixon”. A ella le gustaba recordar que, así como otros diarios pidieron abiertamente la dimisión del presidente cuando el escándalo tocó techo, el Post nunca lo hizo. “Nuestra posición editorial no fue reclamar su caída; creíamos, como medio de comunicación independiente, que cada persona debe tomar sus propias decisiones disponiendo de la información necesaria para hacerlo; si algún mérito tuvimos fue el de recordar en todo momento quiénes éramos y qué éramos. Qué éramos y qué no estábamos dispuestos a ser”. Quién sabe si algún Mitchell de la política española llegó a invocarle alguna vez a Lara el escurridor de la señora Graham.
Si como editor convenció a tanta personalidad de nuestra vida pública para que volcara al papel su memoria, como lector habría disfrutado, seguro, la suya propia. Cuántos episodios vividos, y en tan diversos ámbitos (la relación con los escritores, con los ejecutivos de las otras grandes compañías, con los políticos, con los periodistas) se han quedado sin escribir. Si Lara no convenció a Bosch para que contara en trescientas páginas su vida es que nadie podría haberle convencido.
Nos quedamos sin poder leer, en su relato, qué pensó el día que le dijeron que la cadena de radio propiedad del grupo en el que acababa de entrar tenía que abonarle 180 millones de euros a otra empresa por un laudo arbitral consecuencia del contrato suicida firmado por la propiedad anterior del grupo. En aquella hora de agonía en la onda, cuando otros accionistas plantearon, legítimamente, que una radio deficitaria y con 180 millones de peaje, no parecía que fuera un buen negocio, él prefirió creer que, manteniéndola, el futuro sería distinto. Y persuadió a los demás para que también lo creyeran. Y aquí seguimos.
Planeta y Atresmedia son dos de las primeras compañías de España, en actividad económica y en presencia en nuestros hábitos cotidianos: leer, ver la televisión, escuchar la radio. El propio Lara Bosch solía comentar —lo cuentan quienes más lo trataron— ambas empresas existían antes de que las presidiera él y ambas (salvo que lo hiciera muy mal) seguirían existiendo el día que él faltara. En ese día estamos.