El gran apagón que ayer dejó toda España sin luz desde mediodía nos pilla ya en tercero de apocalipsis. A diferencia de la pandemia, cuando corrimos al súper a por papel higiénico sin saber por qué, o cuando la invasión de Ucrania, que se acabaron las pastillas de yoduro de potasio, esta vez la gente lo más buscado eran pilas, linternas, velas y transistores. Más práctico.
Hartos de vivir momentos históricos, los españoles se echaron a las calles a esperar al sol a que volviera la luz. Miles de personas quedaron atrapadas en ascensores, en el metro, en trenes y túneles. Atascos kilométricos. Las carreteras, colapsadas; los semáforos, apagados y en las aceras, ríos de gente. Algunos cargaban maletas, otros dejaron el coche tirado por ahí sin gasolina. En este apocalipsis tocaba andar mucho. En los buses la gente miraba por la ventana porque, claro, en el móvil no había nada que ver. Y sirenas, muchas sirenas. Había peatones dirigiendo el tráfico con una mano y una garrafa de agua en la otra. Donde no había atasco, los coches paraban cívicamente en cada paso de cebra. Seguramente no tuvieran prisa en meterse en el siguiente atasco.
Y como cada apocalipsis tiene su afán, en este sí que pudimos salir a la calle pero no teletrabajar. 10 horas sin internet. ¡Un apocalipsis sin memes! Esto sí que es nuevo. Y como no iba el whatsapp los vecinos salían a la calle a pegar la hebra, a ver si con suerte alguien tenía transistor. Los bares fiaban porque la gente tenía mas sed que efectivo.
Y la vecina en el piso sin reformar era de repente la más popular del edificio porque tenía butano y podía ayudar al chico que quería calentar el biberón.
En los barrios donde la luz volvió cuando ya era de noche, se oía a la gente celebrarlo como si fuera la final de la Champions. La vuelta a la normalidad olía a vela recién apagada. Al día siguiente seguimos sin saber qué ha pasado. Es decir, no sabemos si puede volver a pasar.
¿Moraleja?
Al día siguiente del apagón, ya tenemos luz y ninguna explicación.