CALOR

Por qué hay personas que tienen mucho más calor que otras: estos son los motivos, según una experta

Bajo el mismo sol de julio, unos disfrutan de la brisa veraniega mientras otros cuentan los segundos hasta la sombra. ¿Por qué el calor es un festín para algunos y un suplicio para ti?

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Miriam Méndez

Madrid |

¿Eres el que más padece el calor esta temporada? Este es el motivo, según una experta
¿Eres el que más padece el calor esta temporada? Este es el motivo, según una experta | Pixabay

El verano. Para muchos, sinónimo de días de sol, playa y helados. Para otros, sin embargo, la llegada del calor es una auténtica pesadilla, un suplicio que va más allá de la simple incomodidad.

Lo cierto es que es una situación mucho más común de lo que pensamos: mientras algunas personas se asfixian por las noches debido al calor, otras, con la misma temperatura, necesitan taparse. Pero, ¿por qué, si la temperatura es la misma, cada persona la percibe de un modo diferente?

Factores fisiológicos del organismo

"Nuestro organismo funciona como una auténtica caldera interna", afirma la Dra. Victoria Fernández, coordinadora del Grupo de Urgencias y Emergencias de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG). Con esta metáfora, la experta resume cómo nuestro metabolismo transforma permanentemente los alimentos en energía y, en ese proceso, genera calor. No es casualidad que quienes gozan de un metabolismo particularmente acelerado, ya sea por una mayor masa muscular o por desequilibrios hormonales que elevan las hormonas tiroideas, "sientan la 'fábrica' interna tan encendida que, incluso en reposo, viven una sensación de bochorno constante", explica Fernández. En cambio, las personas cuyo metabolismo se mueve a un ritmo más pausado producen menos calor de base y, por tanto, soportan con más tranquilidad los días de altas temperaturas.

Pero la termorregulación no se agota en la producción de calor: el cuerpo cuenta también con un aire acondicionado natural: la sudoración. Al aumentar la temperatura ambiental, el hipotálamo dispara el mecanismo por el cual las glándulas sudoríparas liberan líquido y, cuando éste se evapora sobre la piel, extrae el calor sobrante. "Existen quienes nacen con dos, incluso cuatro millones de estas glándulas, y las tienen tan activas que empiezan a transpirar al menor signo de calor", relata la Dra. Fernández. Sin embargo, no todos sudamos con la misma eficiencia: factores genéticos determinan la cantidad y la eficacia de esas glándulas, y la hidratación desempeña un papel crucial, porque sin agua suficiente el cuerpo pierde su capacidad de enfriarse.

A este sofisticado sistema se añade el aislamiento que proporciona el tejido adiposo. La experta describe la grasa corporal como "una especie de manta que atrapa el calor interno y obliga al organismo a un esfuerzo extra para disiparlo". Por ello, quienes tienen un porcentaje elevado de grasa retienen más calor y demoran más en enfriarse, mientras que un cuerpo delgado, con una mayor superficie relativa, favorece la pérdida de calor a través de la piel.

Finalmente, nuestro sistema circulatorio remata este radiador biológico: al dilatarse, los vasos sanguíneos de la piel y las extremidades conducen la sangre caliente desde el interior del cuerpo hacia la superficie, donde se libera el calor al ambiente. "Un sistema cardiovascular en buena forma es esencial para redistribuir ese calor rápidamente; si existen problemas circulatorios, ese trasvase se ralentiza y la sensación de bochorno se acentúa", advierte la coordinadora del Grupo de Urgencias y Emergencias.

En conjunto, estas cuatro piezas, la intensidad del metabolismo, la capacidad de sudoración, el grado de aislamiento que aporta la grasa y la agilidad del flujo sanguíneo, marcan el grado de sensibilidad de cada persona al calor. Conocer estos mecanismos nos ayuda a comprender por qué, bajo el mismo sol, unos pueden disfrutar de un paseo veraniego mientras otros buscan desesperadamente la primera sombra o el más ligero suspiro de brisa.

Causas médicas y factores de salud

"Cuando hablamos de tolerancia al calor, no sólo interviene la temperatura ambiente: nuestro estado de salud y los tratamientos que seguimos pueden inclinar la balanza", advierte Victoria Fernández. En su consulta observa a diario cómo enfermedades crónicas, desde la diabetes y la insuficiencia cardíaca hasta algunos tipos de cáncer, alteran los mecanismos naturales de termorregulación. Un corazón debilitado, por ejemplo, tarda más en bombear sangre hacia la piel para liberar calor; de igual modo, el daño vascular y nervioso que provoca la diabetes mal controlada compromete esa misma respuesta de enfriamiento.

Las alteraciones hormonales también pesan: el exceso de hormona tiroidea dispara el metabolismo y provoca una constante sensación de bochorno, mientras que el hipotiroidismo engendra intolerancia al frío. "En la esclerosis múltiple –detalle la Dra. Fernández–, el calor empeora los síntomas neurológicos, reflejo de una baja capacidad de adaptación térmica" . Y si la termorregulación falla, la sudoración –ese valioso “aire acondicionado” natural– puede verse afectada por trastornos como la fibrosis quística o incluso por el propio envejecimiento.

A esta lista de retos médicos se suman los efectos secundarios de muchos fármacos. Antihistamínicos, antidepresivos y antipsicóticos pueden interferir con el centro regulador del calor en el cerebro; diuréticos y betabloqueantes aumentan la pérdida de líquidos o limitan el flujo sanguíneo cutáneo; estimulantes y ciertos AINEs (antiinflamatorios no esteroides) elevan la temperatura interna o reducen la sudoración necesaria para refrescarse. No es infrecuente que personas mayores, con varias prescripciones en su historial, se vean atrapadas en un círculo de deshidratación y sensación de calor extremo que les deja más expuestas a golpes de calor.

Además, la vida misma trae episodios que dejan huella en nuestra capacidad de sobrellevar el calor. El embarazo, con su subida de volumen sanguíneo y aceleración metabólica, convierte el verano en un reto adicional; la menopausia, con sus bruscos cambios hormonales, desajusta por completo el termostato interno y desata sofocos impredecibles. Incluso un golpe de calor previo o una fase febril fuerte pueden dañar las vías de enfriamiento del cuerpo, por lo que quienes han sufrido estos episodios suelen mostrarse más vulnerables en futuras olas de calor.

Factores psicológicos y percepción subjetiva

"Una misma temperatura puede sentirse como un alivio para unos y un tormento para otros", cuenta la doctora. Y no se trata sólo de grados en un termómetro, sino de cómo nuestra mente interpreta ese dato. Cuando dos personas comparten el mismo salón a 30 °C, una puede comentar que está "perfectamente a gusto" mientras la otra se retuerce de bochorno.

Esa divergencia nace, en primer lugar, de la actitud con la que afrontamos el calor. "Una mala predisposición contribuye a que el cerebro interprete que el ambiente es excesivamente caluroso; esa falsa alarma amplifica nuestra sensación de malestar", explica Fernández. Quienes se dicen a sí mismos "no soporto esto" tensan inconscientemente sus cuerpos y prestan más atención al sudor y al pulso acelerado, generando un círculo vicioso de incomodidad y estrés.

Pero hay más: nuestra historia personal y cultural moldea ese registro térmico. Aquellos que han crecido en latitudes ardientes tienden a asumir el calor como algo casi rutinario, mientras que los habitantes de climas templados suelen desconcertarse en cuanto asoma la primera ola de calor. En muchas culturas cálidas, la siesta, la vestimenta ligera y los ritmos pausados son armas antiguas contra el sol; en cambio, en sociedades donde pasamos de un espacio repleto de aire acondicionado a otro, el calor se convierte en sinónimo inmediato de peligro.

La mente, además, no resiste bien el agotamiento emocional. Días seguidos de calor intenso pueden minar el sueño, disparar la irritabilidad e incluso fomentar la agresividad y la dificultad para concentrarse. Cuando la fatiga y el mal humor se instalan, cualquier aumento de temperatura se percibe con mayor crudeza: el termómetro no sube, pero nuestra frustración sí.

Factores ambientales: clima y vestimenta

"Nuestro cuerpo es un libro abierto al clima que nos rodea", subraya la coordinadora del Grupo de Urgencias y Emergencias de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia. Y es que la aclimatación, esa capacidad de adaptarse gradualmente a condiciones de calor, marca la diferencia entre sufrir o sobrellevar una ola de calor. Cuando llegamos por primera vez a un entorno abrasador, nuestros mecanismos de termorregulación responden con torpeza: tardamos en sudar, perdemos sales minerales con más facilidad y el corazón se esfuerza en exceso para bombear sangre a la piel. Sin embargo, tras días o incluso semanas de exposición controlada, el cuerpo se recalibra: aprendemos a transpirar antes y más profusamente, conservamos mejor los electrolitos y nuestro sistema cardiovascular afina la redistribución del calor. "Es como enseñar al organismo a entrenar para el calor", explica Fernández, "y el resultado es una tolerancia que mejora con cada jornada bajo el sol".

No menos decisivo resulta el tipo de calor que enfrentamos. En climas secos, el sudor se evapora con rapidez y refresca eficazmente la piel; en cambio, en ambientes húmedos tantas gotas se quedan encharcadas en la piel y dificultan la evaporación, de modo que uno puede sudar a mares sin llegar a enfriarse. Ese bochorno pegajoso se siente incluso a temperaturas moderadas, mientras que en el desierto, característico por una aridez extrema, hemos de combatir la sed y la deshidratación.

Y si el paisaje es urbano, la experiencia empeora: calles asfaltadas, fachadas de hormigón y una maraña de edificios actúan como una gran isla de calor, reteniendo y reirradiando calor incluso cuando cae la noche. Los termómetros de la ciudad apenas bajan unos grados tras el ocaso, y la falta de ventilación entre rascacielos convierte las aceras en hornos urbanos. Los que viven o trabajan en barrios densamente edificados sufren más los rigores del verano que quienes disfrutan de zonas arboladas o rurales, donde el manto verde refresca el aire y facilita que las noches recuperen su frescor.

La vestimenta, a su vez, puede convertirse en aliada o enemiga del termómetro. Nada es más eficaz que las prendas ligeras y holgadas de tejidos naturales: algodón y lino permiten que el aire circule y el sudor se evapore con celeridad. Los colores claros –blanco, beige, pasteles– reflejan la radiación solar, mientras que los tonos oscuros la absorben, elevando la temperatura de la superficie textil. Incluso en climas muy soleados, la Dra. Fernández recomienda “usar ropa de manga larga y pantalón ligero, y protegerse con sombrero de ala ancha o sombrilla; es un escudo que crea sombra constante sobre la piel”. Por el contrario, telas sintéticas como poliéster o nailon se pegan al cuerpo, retienen la humedad y aumentan la sensación de bochorno.

Diferencias en la percepción del calor según la edad

En los primeros meses de vida, el sistema de regulación térmica de un bebé aún no está maduro: no sudan con eficacia y no pueden buscar agua al sentir sed, por lo que bastan unos minutos al sol o dentro de un coche caliente para disparar su temperatura corporal.

En la vejez, ocurre el proceso inverso: las glándulas sudoríparas se atrofian, la sensación de sed se apaga y el corazón pierde vigor a la hora de llevar sangre caliente hasta la piel. “Los mayores no sudan fácilmente y, a menudo, ni siquiera advierten la sed hasta que la deshidratación ya es grave”, advierte Fernández, lo que explica que sean el grupo de mayor riesgo durante las olas de calor.

Entre esos dos extremos, los adultos de mediana edad suelen mantener un equilibrio casi perfecto: sudan con normalidad, bombean sangre con agilidad y pueden regular su exposición al sol. Sin embargo, ni siquiera ellos están exentos: un entreno intenso al aire libre o el desencadenamiento de la menopausia y sus sofocos recuerdan que nuestra tolerancia al calor puede flaquear en cualquier etapa de la vida.

Diferencias entre hombres y mujeres

La biología no es igual de neutral cuando el termostato sube: hombres y mujeres afrontan el calor con diferencias sutiles pero significativas. En estudios de confort térmico se ha visto que ellas suelen sentirse a gusto con temperaturas cercanas a 25 °C, mientras ellos prefieren cifras entorno a 22 °C, un reflejo de sus distintas necesidades fisiológicas.

Según Fernández, gran parte de esta disparidad reside en la composición corporal. “Las mujeres, al tener menor masa muscular y más grasa subcutánea en proporción a su peso, presentan una mayor relación superficie/volumen”, explica la experta. Esa superficie extra les facilita perder calor con más rapidez, por eso tienden a enfriarse antes en invierno, y, paradójicamente, también a disiparlo en verano de forma más eficiente. En cambio, los hombres generan más calor incluso en reposo, gracias a su mayor musculatura, y compensan esa diferencia sudando en mayor cantidad.

Las hormonas agregan otro matiz: durante la fase lútea del ciclo menstrual, la temperatura basal de la mujer sube unas décimas, lo que puede traducirse en días de mayor intolerancia al bochorno; y la montaña rusa hormonal de la menopausia dispara sofocos que nada tienen que ver con el termómetro. El hombre, por su parte, experimenta cambios más graduales: la testosterona, que influye en el metabolismo, descenderá paulatinamente con la edad, pero sin los picos bruscos que viven ellas.

A la hora de sudar y hacer ejercicio, la balanza vuelve a inclinarse. Los hombres, con más glándulas sudoríparas activas, expulsan más líquido, mientras que las mujeres sudan menos pero, según algunos estudios, con una distribución sobre la piel que maximiza la evaporación. “Ambos pueden aclimatarse con entrenamiento adecuado, y las diferencias tienden a desaparecer”, añade Fernández.

En la práctica cotidiana, estas variaciones se traducen en la clásica batalla por el aire acondicionado: oficinas climatizadas a 22 °C donde ellas tiritan y ellos sudan. Un punto medio cercano a 25 °C, sugiere la Dra. Fernández, es la solución que satisface mejor a ambos. No obstante, incide la médica, más allá del sexo, “el tamaño corporal y el estado físico son, en última instancia, los grandes determinantes de la tolerancia al calor: un hombre delgado lo soportará mejor que una mujer con obesidad, por mucho que las generalizaciones estén ahí”.

Influencia de la condición física (forma y entrenamiento)

Quienes entrenan con regularidad disfrutan de un sistema cardiovascular de élite: un corazón más poderoso, capaz de bombear volúmenes mayores de sangre sin agitarse, conduce el calor interno hasta la piel donde se disipa con mayor eficacia. Esa frecuencia cardíaca en reposo despreocupada permite, cuando el sol aprieta, un flujo continuo que enfría el organismo sin disparar el pulso.

El sudor, por su parte, deja de ser una molestia para convertirse en un aliado. “El ejercicio en clima cálido enseña al cuerpo a sudar antes y con más precisión”, apunta Fernández. Tras unas semanas de entrenamiento bajo el sol, los atletas sudan con mayor rapidez, pierden menos sales minerales y mantienen estable su temperatura incluso en esfuerzos intensos. Ese “entrenamiento para el calor”, un término que suena a técnica avanzada de alto rendimiento, funciona igualmente para el aficionado: paseos matutinos o carreras ligeras en los días previos a la ola de calor permiten al organismo afinar sus respuestas y evitar el agotamiento súbito.

Además, el ejercicio reduce la reserva de grasa y fortalece la masa magra, dos factores que rebajan la “manta térmica” que todos llevamos encima. Con más músculo y menos aislante graso, el calor circula y sale con mayor facilidad por la piel. A ello se suma un mayor volumen plasmático: el deportista bien hidratado ofrece al calor un océano interno desde el que captar líquido para sudar y, con ello, mantener la presión arterial a raya.

El reverso de la moneda lo representan los sedentarios: sin el entrenamiento cardiovascular que prepara el cuerpo para la disipación del calor, la frecuencia cardíaca se dispara con facilidad y el sudor tarda más en llegar. “La falta de acondicionamiento físico es una de las causas más claras de intolerancia al calor”, advierte Fernández. No sorprenderá que muchas personas sientan mareos y fatiga en las primeras jornadas de calor, mientras quienes ya han sudado kilómetros avanzan con paso firme.

Al fin y al cabo, entrenar para el calor no requiere medallas ni cronómetros, sino constancia y sentido común. Unos días de actividad moderada en las horas suaves del día, combinados con una hidratación constante, son la receta para que el cuerpo afine su aire acondicionado interno y convierta el verano en un reto superable.