Si no lo es, necesita un argumento contundente. Autolesionarse. Hospitalizarse. O decir que está celebrando el mundialito, pero dada la envergadura del Al Ain, arriesga usted más no yendo a la cena que yendo.
En ese caso una solución correcta consistirá en realizar una misión paracaidista. Llegar cuando empieza la cena y aducir poco después la necesidad espiritual de ir a la misa del gallo, pero este plan requiere comportarse mientras se desenvuelve la reunión familiar.
No hable, por ejemplo. O no hable de política ni de fútbol. Ni introduzca el debate de la prisión permanente revisable. Ni mencione Madrid Central.
Ni se atreva a hablar de Vox. Ni tampoco beba, ni llegue bebido, porque el alcohol es el antídoto a la hipocresía. No reaccione a las provocaciones del cuñado. Y tenga presente que el cuñado no es exactamente un rango familiar, sino una categoría lenguaraz. O sea, que un cuñado puede ser una madre, un hermano, un tío o un sobrino, pues se define la categoría en la capacidad de crear un problema para cada solución. Y no al revés.
Resista. Conténgase, abstráigase. Conciba la cena caliente como una guerra fría. Finja la misma bonhomía que demostraban Torra y Sánchez. Y si tiene que hablar, hágalo como lo haría el Papa Francisco. O sea, diciendo exactamente lo que los comensales quieren escuchar. No se meta en ningún fuego cruzado. Y asuma que una cena de navidad es como un campo de minas. Desenvuélvase con ingravidez. Levite. Distánciese, como si se observara desde fuera.
Ya casi lo ha conseguido. Y si nota que flaquea su espíritu, recuerde este chiste de Eugenio.