OPINIÓN

Monólogo de Alsina: "En cuanto a prevención, es mejor pecar por exceso que por defecto"

Qué tal, cómo están, cómo estáis. Bienvenidos a una nueva mañana de radio. Ya estamos en el 13 de mayo de 2020.

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Carlos Alsina

Madrid | 13.05.2020 08:17

Si les digo que el presidente Sánchez ha cambiado de criterio me van a decir que dónde está la noticia y tendrán razón.

Hay hábitos políticos que, en tiempos de pandemia, no sólo no cambian sino que se agudizan. ‘Por qué’, se preguntaba el presidente hace diez días, ‘por qué no voy al Parlamento y pido un estado de alarma largo que me dure ya hasta final de junio’.

Por qué ir cada quince días a pedir la prórroga. Pues porque era la forma de demostrar lo partidario que es del control parlamentario y la rendición de cuentas a los demás grupos políticos. ‘Era’. Lo próximo que nos contará el presidente es que no hay nada más democrático, más garantista, más propio de un gobierno que evita a toda costa excederse en la atribución de poderes extraordinarios que pactar ya un estado de alarma de mes y pico y olvidarse de tener que pasar otra vez por el trago de la semana pasada. El susto del naufragio ha dejado huella en Sánchez y anda buscando ya el aval de Arrimadas y el PNV no para quince días sino para toda la desescalada. Lo que dijimos aquí el lunes: estado de alarma hasta que empiece julio, con ‘ele’.

También les conté el lunes que el comité de expertos evaluadores al que estábamos atribuyendo el examen a las autononías para cambiar de fase no existía. Y el ministro Illa tuvo la gentileza de confirmarlo ayer en público.

En efecto, no hay comité. Hay lo que hay: un alto cargo del ministerio de Sanidad, el popular doctor Simón, y el pequeño equipo de funcionarios a su cargo. No hay hombres de negro de las fases. Hay los hombres de Simón. Fíjate que este lío de lo expertos anónimos lo generó, sin pretenderlo, el propio doctor cuando alegó que mantendría en la reserva los nombres de los examinadores por mucho que la prensa le preguntara.

Sabiendo ahora que aquí no hay más examinadores que los funcionarios de su departamento aún se entiende menos el comentario. De un funcionario se espera que haga su trabajo lo mejor que pueda al margen de que se sepa o no cómo se llama. Pero la conclusión es clara: no hay comité evaluador de los marcadores.

Hubo un comité de expertos que diseñó el plan de desescalada y se acabó. Ahora ya se ocupa Urkullu de resideñarlo incorporando entre la fase cero y la uno la fase 0,5.

Este afán del gobierno desde primera hora en aparentar que se estaba convocando a los mayores especialistas del país para contar con su docto criterio sobre todas las disciplinas conocidas ya se ha visto que fue, sobre todo, eso: apariencia.

El centro de alertas sanitarias no es un gigantesco departamento que ocupa una planta entera del ministerio dotado con los mayores recursos económicos y personal para llenar un barco, es una sección modesta de un ministerio que se quedó en las raspas y donde trabaja poquita gente que va haciendo lo que puede como mejor sabe. El famoso comité son Simón y el ministro Illa.

Ésta que te voy a contar ahora es una historia muy de película estadounidense, mira.

Es un adolescente que está en el penúltimo año de instituto, buen estudiante, deportista, y que en verano se gana unos dólares como peón en una pequeña empresa de reformas. La cuadrilla ha empezado a construir lo que será la nueva biblioteca de la facultad de Medicina de la universidad Cornell, puntera en la investigación médica. El adolescente aprovecha el descanso para comer y, mientras sus compañeros están con la tartera intercambiando bromas, se cuela en el auditorio de la facultad a echar un vistazo. La piel de gallina, porque el chico ha decidido que eso es lo que va a estudiar, medicina. Cuando está allí parado, la boca abierta, un vigilante de seguridad se le acerca y le dice amablemente que se largue: estás poniendo el suelo perdido con esas botas que llevas. El chico mira al vigilante, respira hondo y señalando el auditorio le dice: ‘dentro de un año yo estaré aquí, empezando mi carrera’. Y el vigilante se ríe y le responde: ‘Y yo dentro de un año seré el jefe superior de policía’.

Gusta mucho una historia como ésta, de joven convencido de sus aptitudes, al público estadounidense. Incluso a la parte del público que hoy no soporta al chico en cuestión, doctor Anthony Fauci. Ochenta años cumplirá en diciembre. Es el científico más famoso de su país y el más presente en los medios de comunicación desde que empezó la epidemia del coronavirus. Gusta más a los votantes de centro izquierda que a los votantes de Trump, y su popularidad ha llegado a Europa (y a España) no tanto por lo que dice como porque contradice casi siempre al presidente de los Estados Unidos, nada menos. Hay quien le llama el Fernando Simón de Washington, pero la diferencia más notable entre el uno y el otro es que Fauci es un verso libre mientras que el doctor Simón es un funcionario. El primero no forma parte, en realidad, del gobierno de Donald Trump. El segundo sí es alto cargo de un ministerio. Lo era con el gobierno del PP y lo sigue siendo con el gobierno del PSOE. Como tantos altos cargos que han llegado a donde están por méritos propios pero que no dejan de estar subordinados al criterio del ministro del que dependen.

Este Fauci tiene dos principios en su relación con los gobernantes. El primero lo sacó de ‘El padrino’: al gobernante del que discrepa le dice ‘no es nada personal, son negocios’. Y el segundo se lo regaló un colaborador de Nixon: ‘cada vez que vayas a la Casa Blanca, entra pensando que será la última vez que lo hagas. Porque si vas con idea de decirle al presidente lo que éste quiere oír le estarás pegando un tiro en el pie. Sólo sirves si dices de verdad lo que piensas’.

Ayer compareció Fauci en el Senado y dijo un par de cosas que me han gustado. La primera, que él entiende que haya altos cargos pensando en las consecuencias económicas del confinamiento. Y que por eso hay que entender que él sólo habla de las consecuencias sanitarias de levantar el confinamienot. No le quita la razón a los demás, pero las otras consecuencias no son su trabajo.

Y la segunda, que hay muchas preguntas sobre el coronavirus y sus efectos que él no sabe responder. Porque la única respuesta científica en algunas ocasiones es que no lo sabemos todo.

No lo sabemos todo. Y por eso conviene alejarse de las afirmaciones categóricas y admitir que, en lo que cada uno podamos, es mejor pecar por exceso que por defecto cuando se habla de prevención. Por ejemplo, y como dice la presidenta de Baleares, si no haces daño a nadie llevando la mascarilla a todas partes, pues llévala puesta. Aunque al ministerio de Sanidad le parezca que es sobreactuar.

En octubre de 1918, en la provincia de Zamora castigada por la epidemia de gripe, se prohibió que tocaran al muerto las campanas de las iglesias para que el ánimo de la población no flaqueara. Naturalmente la verdad se abrió camino por encima de las decisiones oficiales. Pese al silencio de los campanarios, los vecinos veían pasar los cortejos fúnebres y ellos mismos iban calculando la dimensión de la tragedia.

Los tribunales superiores de Castilla La Mancha y Castilla y León han publicado los datos de defunciones del mes de abril en sus territorios. Por cada tres fallecidos con coronavirus hay otros dos que probablemente lo fueron. Si en el resto de España las proporciones son las mismas, el número de defunciones estaría por encima de las cuarenta mil, frente a las 27.000 del registro oficial.

En septiembre de 1918, en Medina del Campo, los vecinos rodearon el tren en el que viajaban trabajadores portugueses que venían de Francia e iban de regreso a su país, los rociaron con desinfectante y tapiaron los vagones para que no pudieran acceder a los coches en los que iban a subir pasajeros españoles.

Un bulo de la época señalaba a los portugueses como causantes de la entrada de la infección en España. El ministerio de gobernación salió al paso informando de que todos los viajeros eran examinados por los médicos en la frontera y sólo se permitía la entrada a quienes estuvieran sanos. En todas las estaciones donde el tren paraba la autoridad sanitaria vigilaba que nadie descendiera. Y en Medina del Campo, donde la inquietud de la población era tan alta, se aparcaban los coches con portugueses en una vía aislada hasta el momento de engancharlos a la locomotora que iba para Portugal. No había riesgo de lo que hoy llamaríamos casos importados.

El ministerio de Sanidad decretó ayer que todos los ciudadanos que entren a España habrán de guardar dos semanas de cuarentena. Habrán de confinarse en casa, o en el hotel si son turistas, y abandonarlo sólo para comprar alimentos o ir a la farmacia. Raro será el turista, se entiende, que quiera venirse a pasar dos semanas de cuarentena mientras ojea folletos de lo agradable que es la playa.

La comisión europea recomienda que se levanten los controles fronterizos allí donde la epidemia ya remita. El difícil equilibrio de siempre entre movilidad y seguridad, entre el miedo a que los contagios repunten y el miedo a que el turismo desaparezca.

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