Como poder, podría haber ocurrido, en la teoría, que Estados Unidos declarara la suspensión de pagos. “Pues no será tan poderoso ese hombre entonces”. En la práctica, no va a dejar Norteamérica de pagar su deuda pública por mucho desacuerdo que haya entre congresistas de uno y otro signo. El fin del mundo llegará alguna vez, pero no es mañana.
Con la afición que tenemos todos a darle emoción, y dramatismo, a los conflictos, nos hemos cansado de repetir -la prensa- que la cuenta atrás se iba acabando, el borde del abismo se acercaba y que si antes de las seis de la mañana no había acuerdo entre la Casa Blanca y el Congreso, se abrirían las puertas del infierno financiero (que en realidad se abrieron en 2008 cuando Lehman Brothers se fue a tomar viento): ¡tiemble de nuevo el mundo que esto se acaba! Hombre, escuchar que la primera potencia del mundo se declarará en quiebra y es verdad, impresiona. Incluso si no alcanzas a saber (y los medios esto lo hemos explicado poco) en qué consistiría el fin del mundo -quien tenga bonos de los Estados Unidos deja de cobrar su cupón y, como muchos de los tenedores son bancos, otra vez entra en crisis aguda el sistema financiero-, incluso no sabiendo muy bien en qué consiste el apocalipsis del que hablan, te entra el canguelo.
En realidad, nunca ha sido muy creíble que se fuera a dejar de pagar la deuda. Al presidente siempre le quedaba la baza de seguir pagando y emitiendo, por las bravas y al margen de lo que diga el Congreso, y esperar a que fueran sus oponentes quienes llevaran la porfía judicial al Tribunal Supremo. No era Krugman el único que estaba comiéndole la oreja a Obama para que hiciera este triple salto mortal con pirueta. Más probable parecía lo que en este momento está pasando, que acabara alumbrándose un acuerdo primero en el Senado, donde es más fácil, y que luego lo ratificara la Camara de Representantes, la House, que eso es lo más difícil y es lo que ahora mismo andan. El Senado es más sencillo para los acuerdos porque son menos integrantes, presumen de tener más visión de Estado (o altura de miras) y la mayoría la tiene el Partido Demócrata, el de Obama.
En la Cámara de Representantes, al revés: son más, la mayoría es republicana y les importa menos a los congresistas que les aplauda el New York Times o la CNN, porque su prioridad siempre es tener contentos a quienes, en su distrito, les han votado. Esto, que a veces nos parece muy loable, ¿verdad? (que el diputado atienda a los deseos e indicaciones de los votantes a los que representa) parece que cuesta más elogiarlo cuando el diputado es del Tea Party. Pero conviene tenerlo presente: si los recalcitrantes congresistas del Tea Party torpedean el incremento de la deuda y quieren tumbar a toda costa la reforma sanitaria no es por un extraño afán por suicidarse políticamente, es porque eso es lo que esperan de ellos quienes los han votado.
El riesgo, por tanto, el “coste político”, no es para ellos -más bien sus electores les harán la ola por haber acorralado a Obama- sino para los otros diputados del Partido Republicano, los que no son Tea Party y corren el riesgo de quedar señalados como incompetentes por no haber sabido reconducir a sus compañeros más extremos. “Se están cargando nuestro partido”, dicen muchos republicanos emulando a Will McAvoy, el de “The newsroom”.
Todo el serial del shutdown, el cierre del gobierno federal y la cuenta atrás para el techo de deuda, deja dos conclusiones: una, que el Partido Republicano, como tal organización con criterio unívoco en las cuestiones de Estado, está en una fase ingobernable; dos, que Obama está lejos de ser el hombre más poderoso del mundo. Ahora mismo el hombre más poderoso del mundo es el congresista de cuyo voto depende que haya mayoría suficiente para reabrir las oficinas federales, subir el techo y seguir pagando deuda.
Un presidente de Estados Unidos manda mucho si su partido tiene mayoría en ambas cámaras (y aún así, tendrá que negociar con algunos correligionarios porque el monolitismo y la disciplina de voto allí no se estila), pero lo habitual es que el presidente no goce de esa cómoda posición, incluso que inicie su mandato con mayoría y a la mitad la pierda porque hay elecciones en el ecuador de la legislatura para renovar parcialmente las cámaras. Por eso la tarea fundamental de los hombres del presidente es negociar y asegurar apoyos parlamentarios para las iniciativas que impulsa la Casa Blanca. Cuando esa labor tiene éxito, se aprueban las leyes y todos contentos.
Pero cuando esa labor fracasa, entonces ambas partes se acusarán de tener la culpa por su intransigencia. En España la versión que más hemos escuchado de lo que está pasando dice que Obama se ha convertido en rehén de un grupo de chantajistas del Tea Party que aún no han digerido su segunda victoria en las presidenciales. Digamos que coincide con la versión que da la Casa Blanca, el propio Obama. En Estados Unidos, siendo ésta también la versión mayoritaria, existe otra que, sin contradecir ésta, pone el acento en la aptitud del propio Obama. Un crítico muy crítico del presidente, Edward Klein, autor de un libro cuyo título no deja lugar a dudas, “El amateur”, empieza hoy con una cita de Truman: “Me paso el día -explicó aquel presidente- persuadiendo a personas para hacer cosas que deberían hacer sin necesidad de que yo las persuadiera”.
En esto consiste la presidencia de esta nación, dice el comentarista muy crítico, ocupar el despacho oval consiste básicamente en persuadir. El presidente no puede gobernar sin el Congreso y el Congreso no puede gobernar sin el presidente porque así se diseñó el sistema de separación y control de poderes. Y añade: Obama aún no ha entendido esa lección básica. Que el liderazgo presidencial empieza por saber negociar y pactar. Él aprobó una reforma sanitaria con el Partido Republicano en contra y anunciando éste que la tumbaría cuando pudiera hacerlo.
Ahora persevera en ese error pretendiendo ordenar a los congresistas lo que deben votar y agotando el diccionario de descalificaciones hacia los republicanos. No es un punto de vista, el del señor Klein, que compartan los medios más leídos de aquel país (hay que irse a la Foxnews para encontrarlo), pero ése es el otro punto de vista, el otro relato que los críticos de Obama están haciendo y en el que el presidente no es tanto el rehén de una minoría intransigente como el líder que ha fallado en su misión de forjar acuerdos, suspendido, dicen, en la asignatura del consenso. Lo que aquí llamaríamos, simplificando, “un presidente que dialoga poco y sufre de soledad parlamentaria”.
Dando por hecho que la deuda se acabará pagando y que el fin del mundo aún no toca, en lo que están los comentaristas políticos americanos estos días es en prever, o calcular, el coste que toda esta historia va a tener en cada uno de sus protagonistas. Hay pocas dudas sobre la erosión que ha sufrido, a ojos de la opinión pública, la imagen del Partido Republicano (con el Tea Party dentro), pero Obama tampoco parece que vaya a salir triunfante de este trago. Incluso alcanzándose un acuerdo in extremis, sale tocada la aptitud del presidente para fraguar pactos bipartidistas. “Bipartidismo”, la bandera electoral que ondeó el presidente en 2008. “Bipartidismo” es una palabra que aquí tiene mala prensa (aunque bipartidismo estricto aquí no hayamos tenido nunca) pero que allí, donde viene a significar “consenso”, está muy bien vista.