“Ahí está la puerta”, le han dicho los senadores italianos esta tarde a su compañero de Cámara. “Ahí está la puerta y no hace falta que cierres cuando salgas”. Berlusconi, líder político que aún mantiene un alto grado de apoyo popular y de control mediático pero cuyo peso político empezó a evaporarse el día que planteó el último pulso al primer ministro Letta: o el Senado hacía la vista gorda y consentía en que siguiera como senador pese a la sentencia que le inhabilita para el desempeño de ése y cualquier otro cargo, o retiraba su apoyo parlamentario al gobierno y metía otra vez Italia en el caos.
Siempre hay un punto a partir del cual ya no hay retorno, y para el sobreactuado y autoamado Berlusconi ese punto fue aquel último desafío (“chantaje” en la terminología del primer ministro). Letta, el recién llegado, jugó sus cartas bastante mejor que el veteranísimo y logró doble carambola: mantener en pie su gobierno y romper el partido de Berlusconi, es decir, descabalgar al caballero del único sillón que, pese a escándalos y reveses electorales, nunca nadie había sido capaz de moverle: el indiscutible, y personalista, liderazgo de la derecha italiana.
En el trance de verse apeado de la política que siempre creyó manejar con maestría, el líder del Pueblo de la Libertad forzó la máquina y puso a dirigentes tan significados -y tan decididos a sobrevivirle- como Angelino Alfano en la obligación de elegir con quién quería irse a vivir, consumado el divorcio: si con el padre político que él siempre fue o con la madre compresiva que ha resultado ser Enrico Letta.
Y Alfano escogió la supervencia: a su antiguo mentor lo ve como un barco menguante y a la deriva (amenaza de naufragio titánico) y prefiere seguir a flote asociado, por el momento, a Letta. Ahora el voto de la derecha se lo disputa Alfano a Berlusconi, el Nuevo Centroderecha frente a la resucitada Forza Italia.
A la chita callando, el primer ministro socialista puede presumir de Maquiavelo: ha jubilado a Berlusconi y ha dividido la derecha. Y él sigue gobernando, consolidado y sin descartar ya expresamente que aspire al cartel electoral en las próximas generales.
A unos los largan del Senado y otros se van por voluntad propia, frustrados por su nula influencia y ansiando escribir la primera página de un martirologio glorioso. Es decir, Tomás Gómez. Sorprender, sorprendió su espantada porque casi todo el mundo pensaba -la dirección nacional del PSOE entre ellos- que este hombre iba de farol cuando ayer avisó de que renunciaría al escaño si no se le hacía caso.
Ha renunciado, y aunque no han abundado las muestras de lamento público por su abandono -ni siquiera hubo un “te echaremos de menos, Tomás, por parte de su grupo parlamentario en el Senado-, él entiende que su dimisión como senador debe dejar huella, como ejemplo de coherencia, de sacrificio y de arrojo. En Ferraz dicen que “menos lobos”.
Del Senado español te puedes ir cuando te parezca bien (no hace falta ni preaviso de quince días), pero si quieres que la gente se entere de que te vas más vale que hagas ruido y convoques, por ejemplo, una rueda de prensa con frases contundentes, porque de otro modo dejas de ir al Senado y ni los bedeles se dan cuenta. ¿Por qué? Porque tampoco se dieron cuenta de que habías empezado a ir. Obsérvese cuál fue la reacción de muchos ciudadanos madrileños al conocer hoy que Tomás Gómez abandonaba el Senado: “Ah, ¿es que estaba?”
Es comprensible, entre otras cosas porque no recuerdan haberle votado. Gómez accedió a la cámara alta a través de ese portillo que usan los partidos para colocar allí o a sus trastos viejos (es legendario ya el trío Montilla-Marcelino-Griñán, o los líderes caídos, Javier Arenas, Joan Saura) o para dar a sus líderes regionales visibilidad en política nacional, es decir, que en la prensa de su región (y en el telediario) los saquen más a menudo porque son senadores y eso, oiga, políticamente debe de ser muy relevante.
Todos sabemos que no lo es, pero ésa es la razón de que sea senadora Alicia Sánchez Camacho, o Emiliano García Page o el propio Tomás Gómez. Utilizan los partidos el atajo de la designación autonómica: como hay unos cuantos senadores que son elegidos no por los votantes de manera directa, sino por los parlamentos autonómicos, pues ahí meten lo mismo a un Griñán que a un Tomás Gómez . El líder del socialismo madrileño renunció a su escaño para no tener que votar la lista de nuevos vocales del Consejo del Poder Judicial pactada por casi todos los partidos, incluido el suyo.
Cuidado, no es que Tomás Gómez, a la manera de UPyD o de la asociación Francisco de Vitoria, considere un escándalo que los partidos se repartan el Consejo del Poder judicial como si fuera una finca (hasta aquí para ti, de aquí para allá es mío), no es que le parezca reprobable la forma de etiquetar a los jueces como afines o desafectos a la causa, no tiene nada que ver con eso. A Gómez le parece estupendo que los partidos se repartan el Consejo y coloquen ahí a sus apadrinados haciéndoles saber que lo son, lo único que le parece mal es...uno de los nombres.
El de un juez que se llama Martínez Tristán y al que él ve demasiado cercano a las tesis populares. Sus compañeros le han dicho: hombre, Tomás , que nos gustaría que todos los vocales fueran de los nuestros, pero eso no puede ser.
Y él, que intento que la dirección de su partido presionara al PP para que retirara ese nombre, frustrado porque el nombre sigue, decide retirarse él. Dijo: por coherencia, he de irme. Oye, tampoco. Al Senado llega una lista de vocales; si la lista no te gusta porque te chirría un nombre, ¡vota en contra! Que para eso eres senador, para emitir criterio sobre cada asunto que llega a esa cámara. No creo que este señor deba ser vocal del Poder Judicial, en coherencia, no le doy mi voto.
Eso habría sido coherente. Mucho más que no votar ni a favor ni en contra. Mucho más que coger la puerta alegando que es tu forma de rebeldía contra el PP por haber puesto ahí ese nombre. Todo esto ya no es coherencia, es puesta en escena con finalidad bastante obvia: presentarse como disidente del pacto sobre el poder judicial (no disiente del pacto, sino de uno de los vocales) y agarrar una bandera con la que darle a Rubalcaba en el cogote. Porque ésta es la batalla en la que está Tomás Gómez y a la que fía su futuro político: constituirse en corriente crítica para empezar a representar algo en el PSOE.