En el escenario, una mujer atiende una especie de teléfono de la esperanza. Está hablando con un hombre deprimido que dice que va a hacer una locura. Dice que se siente muy solo, que tiene pensamientos oscuros. La mujer al otro lado del teléfono, va siguiendo el guion de frases reconfortantes para animar al desconocido del que solo vemos la sombra. Le pide que no haga ninguna locura y se aleje del balcón. Va recordándole razones para vivir. De pronto, el espectador se da cuenta de que la del teléfono de la esperanza empieza a saltarse el guion para animar al desconocido a que salte por la ventana.
Así empieza la obra ‘Camino largo de vuelta a casa’ de Íñigo Guardamino. Y pensarás que al público le horrorizará que ese personaje que trabaja salvando vidas de personas desesperadas pueda animar a alguien a hacer algo así. Pero no. El espectador empatiza con ella. Porque el hombre al teléfono acaba de confesar que antes de tirarse por la ventana ha planeado matar a su hija. Ya ha pensado cómo. La va a envenenar con un Happy Meal para que no sufra.
‘Camino largo de vuelta a casa’ plantea un dilema moral que incomoda al espectador menos de lo que seguramente debería desear la muerte a alguien. Me acordé de la obra al conocer el suceso terrible del hombre que ayer mató a sus dos nietos en Granada, de 10 y 12 años, antes de suicidarse. Quién no ha pensado que ojalá hubiera empezado por el final.
El teatro permite confrontarnos con ese oscuro dilema que en realidad no lo es tanto. A medida que avanza la escena, van quedando menos dudas de si animaríamos o no a saltar al futuro asesino.
En la obra, la mujer del teléfono de la esperanza primero le anima a respirar hondo, dice que la ira no es la solución… Luego, duda. Y, poco a poco, deja de dudar. Suena el timbre. Es el Happy Meal.
¿Moraleja?
Más allá del dilema moral, el problema es cómo evitar que algo así suceda en la vida real.