Territorio Negro: Operación Angry, la caza del asesino en serie del confinamiento
Ni al más retorcido guionista se le hubiese ocurrido algo parecido: un tipo que en pleno confinamiento recorre las calles desiertas de una gran ciudad, en busca de víctimas. Un asesino en serie en pleno estado de alarma. Pues ocurrió y ocurrió aquí, en Barcelona.
Thiago, un joven brasileño, fue detenido por los Mossos d’Esquadra, acusado del asesinato de, al menos, tres mendigos, a los que mató a golpes mientras la mayor parte de los ciudadanos estábamos confinados.
El detenido está acusado de tres muertes, pero se investiga su participación en un cuarto asesinato. Todo empezó el 18 de marzo, en la calle Cerdeña, en pleno Exaimple de Barcelona. Laureano, un indigente de sesenta años, llevaba un par de meses durmiendo junto a los conductos de ventilación de un supermercado de esa calle, buscando algo de calor. Allí, sobre las 23 horas, alguien lo apuñaló mortalmente. La Guardia Urbana acudió rápidamente y recabó varios testimonios, que apuntaron a un sospechoso que fue visto en las inmediaciones del lugar del crimen antes y después de la agresión. El hombre fue detenido en pocos minutos por los agentes, que lo pusieron a disposición de los Mossos d’Esquadra.
Pero no, no tenía nada que ver con el asesino y tampoco con el crimen del que fue acusado. Los Mossos se dieron cuenta enseguida de que había muy pocas pruebas contra el detenido, más allá de esos testigos que lo señalaron. No hay videocámaras por la zona y ni un solo indicio que lo señalase. En sus ropas no había restos de sangre, no llevaba ningún arma y dio una explicación bastante coherente cuando le preguntaron por sus razones para estar en ese lugar. Aún así, lo pusieron a disposición del juez de guardia, que decretó su puesta en libertad inmediata.
El crimende Laureano queda, por tanto, sin resolver, pendiente. Avanzamos en el calendario casi un mes, hasta el mediodía del 16 de abril. España entera y Barcelona también, está confinada desde hace un mes. Apenas hay gente por la calle. Imad, un indigente de veintidós años, dormía como todos los días en la calle Lepanto, muy cerca el auditorio. El joven se ganaba la vida pidiendo dinero tras sus exhibiciones de capoeira o trapicheando con drogas por la zona. A las doce del mediodía de ese 16 de abril, las cámaras captaron cómo se acercó a él un hombre enjuto, vestido con pantalón largo de color negro y encima uno corto de color gris, un chaleco reflectante naranja, una gorra azul del Barça, unas gafas de sol, unos guantes sin dedos, como los que usan los ciclistas, y portando una mochila de la que colgaba un bidón. El asesino le propinó dos golpes mortales en la cabeza con una barra de hierro y huyó del lugar tranquilamente, según registraron las cámaras, que le grabaron en su huida por el metro.
Los Mossos contaron desde el primer momento con las imágenes del asesino, pero, claro, en ese momento no saben que están ante un criminal en serie. En un principio no relacionaron los dos crímenes de manera definitiva, pese a que los dos escenarios están separados por apenas un kilómetro y las dos víctimas son indigentes, aunque uno estaba en la veintena y el otro superaba los sesenta años. Las diferencias en las horas –uno a mediodía y otro por la noche– y en el arma empleada eran, y aún son, motivo suficiente para pensar que los dos asesinatos tienen autores distintos. Pero apenas 48 horas después del crimen de Imad, el asesino volvió a actuar, a un kilómetro y medio del lugar del último asesinato y, esta vez sí, amparado por la noche.
Estamos, entonces, en la noche del 18 de abril, en el soportal del número 22 de la calle Caspe dormía Juan Ramón, un indigente de 67 años. Las cámaras, de nuevo, pudieron grabar al asesino: llevaba una gorra de color rojo, mochila oscura, pantalones y chaqueta oscuros y un pañuelo en el cuello. Las imágenes muestran cómo se para frente al portal donde dormía José Ramón y extrae un palo de unos 70 centímetros de largo. Le dio seis golpes que le reventaron el cráneo y dejó el arma en el lugar. La agresión fue más violenta que la anterior. Daba toda la impresión de que en el criminal crecía la furia homicida.
En ese momento los Mossos d’Esquadra ya están convencidos de que se enfrentan a un asesino en serie. Ya no hay ninguna duda. Las imágenes de las cámaras de las dos agresiones captan a la misma persona, el mismo asesino, que, además, tiene unos rasgos fisionómicos y viste ropa muy peculiar. No deja lugar a la confusión. A partir de ese momento, la División de Investigación Criminal de Mossos –la élite de la investigación de la policía autonómica– se pone a trabajar a toda máquina con el convencimiento de que Juan Ramón no va a ser la última víctima del asesino de mendigos. Y todo ello en un marco tan anómalo como el que daba el estado de alarma.
Se abrieron tres frentes. El primero, el de la Policía Científica, que echó el resto en busca de huellas o de rastros de ADN en los escenarios de los crímenes. El segundo frente, el de mayo peso, es el que llevaban los equipos de investigación: se buscaron imágenes de los momentos de los crímenes, se monitorizaron redes sociales, se activaron todos los confidentes de un submundo como el de la mendicidad. Solo en el distrito del Example, hay trescientas personas que duermen en la calle cada noche y los Mossos tocaron a todos ellos en busca de pistas para dar con el asesino. Y el tercer frente fue el que más medios y trabajo exigió.
El tercer frente fue el de la prevención, el de la vigilancia. Ante el convencimiento de que el asesino iba a volver a actuar, los Mossos se desplegaron por el Eixample y los distritos cercanos durante las tardes y las noches. Siempre de paisano y siempre extremando las precauciones para evitar que el asesino los mordiese, los detectase, se asustase y se fuese a otra ciudad a seguir con su escaldada criminal. Vigilar durante el estado de alarma fue algo muy complicado. Había muy poca gente por la calle y la presencia de los mossos de paisano podía ser fácilmente detectable.
Pese a las imágenes nadie sabía quién era, nadie le conocía. Los mossos pidieron ayuda a la Guardia Urbana, el cuerpo que lidia habitualmente con los mendigos, y nadie lo había visto nunca. Su aspecto y su modus operandi hizo pensar a los investigadores que el asesino podía ser un indigente o un repartidor a domicilio, de los que se desplaza en bicicleta: el bidón de agua y los guantes podían apuntar a ello. Hicieron gestiones en ese entorno y tampoco nadie les pudo ayudar.
Los Mossos no difundieron las imágenes. Barajaron esa posibilidad, pero el riesgo era muy grande: si él mismo veía su imagen en un medio se corría el riesgo de que huyese y se dedicase a matar en otra ciudad o de que destruyese todas las pruebas que tuviese encima, como la ropa que vestía en los crímenes. Lo que hacían los mandos de la DIC era mostrar la imagen a los equipos que salían a la calle, para que lo identificasen rápidamente si lo veían, pero ni siquiera la pasaron por los teléfonos, porque esos guasap acaban tarde o temprano en el móvil de algún periodista.
Tras la noche del 18 de abril, no ocurre nada y no ocurre nada, como pasa tantas otras veces, por factores externos, que nada tienen que ver con los crímenes. Esos días llovió mucho en Barcelona, así que los equipos de vigilancia de Mossos troncharon (vigilaron) bajo el agua, sin que apareciese el asesino. Eso reforzó la idea de que estaban ante un criminal que no tenía coche, que se movía caminando o en transporte público y, claro, la lluvia fue también para él un problema. Durante nueve días, los equipos de vigilancia no obtuvieron resultado alguno. Hasta la noche del 27 de abril, lunes.
Esa noche el asesino actúa por última vez y la suerte se alía esta vez con los buenos. Hacia las once y media de la noche, dos vecinos de la calle Roselló vieron a un hombre con actitud agresiva y un palo en la mano. Se asustaron y entraron en su casa, pero desde el balcón siguieron sus movimientos. Le vieron dirigirse al portal donde desde hacía cinco días dormía Jean Pierre, un mendigo que pedía en esa zona, muy cerca de la Sagrada Familia. Pocos minutos después, comprobaron que del lugar en el que dormía el indigente manaba sangre, así que llamaron a la Policía, que, no olvidemos, tenía desplegada a decenas de agentes por la zona.
Lo localizan rápidamente. Se encuentran al asesino por las calles. Los equipos que están por la calle lo encuentran en pocos minutos y comienzan a seguirle. En la plaza de Cataluña se sube a un autobús nocturno, dirección a San Cugat, hasta donde van con él los Mossos. Al bajarse, comienza a hacer movimientos extraños, erráticos, pero no para despistar a sus posibles perseguidores, sino más propios de alguien con problemas mentales: hace sprints, se detiene, vuelve a correr… Finalmente, los agentes le detienen y se dan cuenta muy pronto de que van a sacar muy poco de él.
Hablaba una extraña mezcla de español, portugués e inglés y no dijo nada coherente. Cuando los mossos le preguntaron de dónde venía, el les dijo que venía de dar un paseo. Los agentes encontraron la caravana en la que residía, un vehículo que por fuera estaba más o menos cuidado, pero que su interior era inhabitable: lleno de ropa, objetos acumulados…
Se encontraron las prendas y los objetos que llevaba en sus crímenes: unas gafas similares a las que llevaba el 16 de abril, una chaqueta reflectante color naranja negro y blanco, unos tirantes de goma color negro, una gorra roja del FC Barcelona y guantes negros sin dedos. También lo que llevaba en el crimen del 18 de abril: un pañuelo tipo palestino gris, blanco, rojo y negro a cuadros, cazadora gris marca “Dissident”, gorra roja con visera azul del FC Barcelona y guantes color negro sin dedos.
Del asesino no se sabe prácticamente nada. El único documento que llevaba encima era un carné de conducir a nombre de Thiago Lages Fernandes, nacido en 1985 en la localidad brasileña de Belo Horizonte. Con ese nombre en Brasil hay un individuo con antecedentes menores, pero los Mossos ni siquiera están seguros de que sea el mismo. El único rastro que ha dejado por su paso en España, aparte de los crímenes, es una detención en Zaragoza por parte de la Guardia Civil, que lo arrestó el pasado mes de enero por robar en el interior de un coche. Pero no hay más rastros de él por todo el país.
Ni siquiera se sabe cuándo llegó a Barcelona o a España. No hay constancia de su entrada en ninguna frontera, aunque los Mossos creen que pudo llegar desde Portugal y recorrer varias ciudades de España hasta instalarse en Barcelona. Tampoco saben desde cuándo vive en la caravana abandonada que le servía de refugio. Ahora están comprobando si antes vivió en la calle o pasó por alguna casa okupada. Pero da la impresión de ser alguien invisible, hasta que empezó a matar.
No parece descabellado pensar que alguien con esa pulsión criminal hubiese matado antes. Eso mismo piensan los investigadores de Mossos. Por eso, han solicitado la colaboración de Policía Nacional, Guardia Civil, Europol e Interpol, en busca de crímenes pendientes que sigan los patrones de los asesinatos de Thiago: víctimas vulnerables, personas que viven en la calle y ataques extremadamente violentos, en los que las víctimas no tienen posibilidad de defenderse. De hecho, ninguna de ellas tenía heridas de defensa y la mayoría de ellas dormían cuando fueron atacadas.
Thiago no ha dicho nada coherente. Los Mossos están a la espera de confirmar, mediante un diagnóstico, lo que parece seguro: que se trata de una persona con graves problemas mentales, así que sus crímenes serían entonces los crímenes sin historia de los que hablaba el doctor García Andrade: los crímenes de un loco.