Manu Marlasca y Luis cuentan una historia terrorífica que empieza hace diez años, en el año 2015, en un precioso rincón de Asturias que se llama Somiedo, cerca del límite con la provincia de León. También una de las más despobladas, al menos de humanos, porque lo que sí hay en Somiedo es todo tipo de animales: osos, lobos, rapaces... Por contra, la densidad de población es de las más bajas de Asturias: en unos trescientos kilómetros cuadrados viven apenas mil vecinos, una densidad de 3,9 habitantes por kilómetro cuadrado. Para que os hagáis una idea: en Madrid hay 5.400 habitantes por kilómetro cuadrado.
Y en ese rincón de Asturias, concretamente junto al llamado Mirador de los Rebecos, a 1.400 metros de altitud, unos excursionistas dieron en enero de 2015 con un hallazgo sorprendente: un cuerpo al que le faltaba parte de una pierna, que tenía aspecto de haber sido devorada por un animal. El cadáver, a simple vista, se veía que correspondía a un varón caucásico, de unos cincuenta años, treinta kilos de peso y apenas 1,30 de estatura. El cuerpo, que llevaba poco tiempo allí, no tenía señales de violencia ni recientes ni antiguas. De hecho, era sorprendente lo pulcro de su aspecto: limpio, con las uñas bien cuidadas y el pelo y la barba bien recortados.
Lo primero que llama la atención es que el que cadáver que se encuentra es el de un hombre que se calcula tiene alrededor de cincuenta años, pero que pesa solo treinta kilos. No había un solo signo de desnutrición o de maltrato. De hecho, en el examen forense que se hizo al cadáver se determinó que había comido poco antes de morir, que había estado cuidado y que había fallecido de muerte natural a consecuencia de las terribles malformaciones que padecía: graves deformidades esqueléticas en el cráneo y en las extremidades, profundo retraso mental, ceguera... La autopsia certificó que quien ya se llamaba el hombre de Somiedo no podía ver, ni caminar ni hablar. Es decir, era alguien absolutamente dependiente.
Más allá de esas conclusiones del forense, la Guardia Civil también obtuvo las suyas estudiando la escena: quienes dejaron el cuerpo allí querían que lo encontrasen pronto, porque lo abandonaron al borde de la carretera. Unos metros más allá nunca lo habrían encontrado antes de que lo devorase la fauna de la zona. Todo parecía indicar que los que lo arrojaron allí tenían algún vínculo con el hombre.
Un hombre así, con esas malformaciones, es difícil que no llamara la atención en vida, no es alguien que pueda pasar inadvertido. Sobre todo en una zona tan despoblada, a no ser que le hubiesen tenido escondido durante toda su vida. Esas dos opciones las barajó la Guardia Civil, que hizo una investigación complejísima: preguntaron a la práctica totalidad de los vecinos de la comarca de Somiedo y las aledañas, hablaron con matronas, médicos, sanitarios y farmacéuticos en busca de alguien que hubiese tratado o atendido al hombre de Somiedo, pero nadie lo conocía. Tampoco hubo suerte con empresas de albañilería, reformas y taxistas, ni con el estudio de las antenas de telefonía de la zona en las horas y los días previos al hallazgo.
También se cotejaron las huellas dactilares y el ADN del cadáver en todas las bases posibles. Los investigadores contaron con la colaboración de la Universidad Carlos III de Madrid para estudiar en profundidad la enfermedad que padecía el hombre, que determinaron que se trataba del síndrome de Marfan, un mal que provoca un desmedido alargamiento de las extremidades y microcefalia. El análisis genético abría otra vía a los investigadores: algunas de las malformaciones del hombre de Somiedo, como la joroba o el pecho abombado, son características de hijos producto de un incesto. Pero la Guardia Civil tampoco encontró respuesta en esa línea.
Es como si hubiese sido invisible esa persona, pero hubo un hilo que dio bastante juego. El cadáver del hombre de Somiedo estaba envuelto en una manta verde, con rayas negras, que a su vez estaba metida en una bolsa de jardinería. La bolsa era de lo más común, se vendía en muchas tiendas de España, pero la manta era muy particular: había sido adquirida en una cadena de tiendas que solo tiene establecimientos en Burgos y en Gijón, a unos 150 kilómetros de Somiedo.
Los investigadores de la Comandancia de Asturias hicieron gestiones en esos comercios, pero no llegaron a ninguna conclusión. El hombre de Somiedo era invisible para el sistema: nadie parecía echarle de menos, porque nadie había denunciado su desaparición. El juzgado de Grado, encargado del caso, y la Guardia Civil dejaron aparcado el asunto hasta que hace poco, otro juzgado distinto abrió una investigación que, en principio, nada tenía que ver con el hombre de Somiedo.
El Juzgado de Primera Instancia número 3 de Gijón se fijó en un expediente de dependencia. Dos hermanos, Enrique y Enriqueta, habían asumido en 2014 la custodia de un tercer hermano, Luisín, desde la muerte de sus padres. Luisín era paralítico cerebral, no se levantaba, comía a través de una sonda, no veía y se comunicaba con sonidos guturales. El juzgado quería volver a evaluar a Luisín, mediante el examen de unos forenses, para valorar la ayuda a la dependencia que tenían asignada, que en ese momento rondaba los tres mil euros mensuales.
Pero Enrique y Enriqueta no hicieron caso a ninguno de los requerimientos del juzgado, que lo intentó durante varios años. Los dos hermanos cambiaron varias veces de domicilio, pero siempre llevaron una vida muy discreta. En El Llano, el barrio de Gijón donde residían, nadie recordaba haberlos visto salir de casa salvo para las cosas imprescindibles, y nadie recordaba haber visto al hombre dependiente.
Es decir: el juzgado quería reevaluar a Luisín, para ver si seguía siendo pertinente la ayuda que cobraba. Pero los hermanos no se daban por enterados. Pasaron años sin hacer caso a los requerimientos. Las continuas incomparecencias de los hermanos motivaron que el pasado verano la jueza ordenara la retirada de la custodia a los dos hermanos y se la entregase a los servicios sociales del Principado. Es decir, el hombre debía de ingresar en una residencia, a la que nunca llegó, porque sus hermanos no lo llevaron, así que el pasado mes de octubre el caso pasó a un juzgado penal, que ordenó la búsqueda y personación de los hermanos para que diesen explicación del paradero de Luis. Estaban acusados en ese momento de detención ilegal.
Siguieron con su huida hacia delante y optaron por abandonar Gijón. Huyeron hasta el País Vasco. Allí, concretamente en un hotel de San Sebastián, los encontró la Ertzaintza, que hizo efectiva la orden de detención emitida por un juzgado gijonés. Ante esa jueza sí que dieron explicaciones. Enrique y Enriqueta dieron explicaciones: ella confesó que su hermano, ése que buscaban para valorar su dependencia, era realmente el hombre de Somiedo, el que salió en El Comercio, dijo refiriéndose a las crónicas de nuestra compañera Olaya Suárez. Los hermanos contaron que pocos meses después de la muerte de sus padres, su hermano Luisín falleció por causas naturales. Tenía entonces cincuenta y cinco años.
La explicación que dieron es que, al morir el hombre, al que dijeron -y esto sí es creíble- que cuidaban las veinticuatro horas del día, llamaron al tanatorio y cuando les dijeron el coste del entierro pensaron que no podían pagarlo. Lo cierto es que mientras no quedase constancia de la muerte de Luisín, los dos hermanos seguirían cobrando los tres mil euros mensuales de ayuda a la dependencia, como hicieron durante diez años. Así que decidieron viajar 150 kilómetros, los que separan Gijón del lugar del hallazgo, y dejar el cuerpo de Luis en el rincón de Somiedo donde lo encontraron.
Los dos hermanos ingresaron en prisión y la jueza espera ahora el resultado del ADN para confirmar lo que parece evidente: que el hombre de Somiedo es Luisín, el hermano de Enrique y Enriqueta, que han pedido salir de prisión, alegando que no hay riesgo de fuga. Aunque la verdad es que cuando fueron detenidos estaban a punto de huir a Francia.
El miércoles pasado los dos hermanos fueron trasladados al juzgado de Gijón para declarar. El juez ratificó la prisión para los dos y los acusó de un fraude de prestaciones a la Seguridad Social por valor superior a los trescientos mil euros, falsedad documental, estafa y homicidio por omisión, ya que Enriqueta reconoció que su hermano no murió repentinamente, sino que había estado encontrándose muy mal días antes del fallecimiento y no lo llevaron a un hospital.