No hay por qué. Cada acuerdo social tiene su objetivo y sus condicionantes. Y tiene también sus “paganos”; es decir, quién paga el pato y los pactos. Cuando paga el Estado, no hay problema, que ya hubo una ministra que dijo aquella inmensa frivolidad de que el dinero público no es de nadie.
Cuando tiene que pagar el empresario, el dinero se vuelve tangible, tiene dueño y todo es otra historia: no solo cuenta la cantidad del salario, sino el aumento en las cotizaciones sociales, aunque sean unos céntimos. Tengo limitada mi libertad para este comentario. Por una parte, hay que atender al empresario, que es el que crea empleo y, si dice que no puede gastar más en masa salarial, sus razones tendrá. Nadie puede obligarle a arruinarse.
Pero, por otra, es de elemental justicia que el salario mínimo suba. Quienes lo cobran son los más necesitados, casi los nuevos parias. Pero tienen que afrontar, igual que los ricos, la subida de la luz y ese índice de precios que ya supera el 3 por ciento. Y no estamos hablando de una subida gigantesca, sino de una cantidad que oscila entre los 12 y 19 euros mensuales, que no los saca de pobres.
Ante ello, digo: súbase el salario mínimo, como siempre se hizo, con pacto o sin él. Córrase el riesgo que haya que correr, que estamos hablando de un dinero de hambre. Y que por eso no se rompa el diálogo y la concertación social en otros capítulos, que es lo mejor que supieron hacer los políticos y los agentes sociales de este país.