Albert Rivera se afianza como coleccionista de trofeos. Piezas de caza mayor. Las cabezas disecadas que va colgando de la pared de su despacho. Que si Griñán, que si Chaves, que si Lucía Figar, que si Salvador Victoria. En Andalucía se atribuye el mérito de que a Chaves y Griñán les haya puesto fecha de caducidad Susana y en Madrid presume de haber mandado a casa a los dos consejeros imputados por la púnica. El compromiso contra la corrupción que exige Ciudadanos a sus interlocutores consiste, como se ve, en ¡jubilar anticipadamente a todo aquel que sea citado por un juez como imputado.
Ayer le faltó tiempo a Rivera para sacar pecho al grito de “¡Ya se nota el cambio!” Han llegado los nuevos partidos y ya se respira un aire más higiénico. Hombre, como eslogan de partido está bien porque hay que apuntarse todas las medallas que uno pueda, pero convendría, ¿verdad?, no exagerar. Y no perder ni la memoria ni la perspectiva. ¿Ha hecho falta que Rivera sea bisagra para que PP y PSOE prescindan de los imputados? No exactamente. Imputados que han dimitido en los últimos años hemos tenido unos cuantos. Dimitió una ministra llamada Ana Mato. Y todos los alcaldes de la Gurtel, mucho antes que ella. Y se forzó la renuncia de los detenidos de la Púnica —un alcalde de Parla, un presidente de diputación de León— sólo por haber sido detenidos, ni siquiera imputados. No es para tanto el logro. Máxime teniendo en cuenta que estos dos consejeros caídos —-Victoria y Figar— ya estaban, en realidad, amortizados. Los dos en funciones y los dos vinculados al sector del PP madrileño en retirada, el de Aguirre e Ignacio González, repudiados ambos por la Moncloa. El triunfo, en términos de caza, es muy menor. Aunque le ha servido a Cifuentes, eso sí, para empezar a ejercer como lideresa nueva del PP de Madrid sin esperar ni al congreso de su partido ni a ser investida presidenta.
Ésta sigue siendo la cuestión de fondo: ¿lo será? Y ésta sigue siendo la cuestión que se esfuerza en rehuir Rivera. El líder de Ciudadanos nos tiene entretenidos, desde hace meses en Andalucía, desde hace dos semanas en Madrid, con estos juegos de manos, nada por aquí nada por allá, si hay un imputado no se habla más hasta que se vaya, mientras evita decir algo mínimamente enjundioso sobre el fondo del asunto. Que no es si Chaves sigue siendo diputado o si Figar sigue siendo consejera, sino qué diferencias encuentra Albert Rivera entre que gobierne Cifuentes o gobierne Gabilondo, qué diferencias halla entre un gobierno de Susana Díaz y un no gobierno, y enfrentado a cada una de esas dos alternativas, la andaluza y la madrileña, qué programa de gobierno prefiere para los habitantes de esos dos territorios.
De todo esto Rivera aún no ha aclarado nada. Todo lo que admite en sus entrevistas es que en Madrid está hablando con el PP de la mesa del parlamento autonómico. Empiece por ahí, entonces: ¿en qué consiste la negociación, que ofrece Cifuenes y qué pide Ciudadanos? ¿De qué depende que el presidente de la cámara sea de un color o de otro? Pasapalabra a todas las preguntas directas. Rivera prefiere extenderse en esto de la nueva política, la limpieza de la vida pública y que se larguen a casa los imputados. Pretende aparecer como el rey de la escoba. El gran limpiador que identifica la imputación judicial con la corrupcion comprobada. Sin matices. Porque no son tiempos de matices ni de tecnicismos judiciales. Es delgada la línea que separa el populismo del afán por agradar al público. Y Rivera está de momento en la parte fácil. Savoranola pidiendo más madera. El novio dando largas.
Pasadas dos semanas de las urnas, a ocho días de que se constituyan los ayuntamientos, la versión oficial de todos los partidos es que no han empezado aún a negociar nada concreto: están en la toma de contacto, la fase de tanteos. Unos, despachando imputados; los otros hablando de baloncesto. Pedro y Pablo se han debido de creer —-Sanchez e Iglesias— que al personal lo que le preocupa es si ellos se llevan bien o mal, cenan tortilla y comparten ensalada y echan la tarde hablando de la NBA. De los políticos de partidos adversarios no se espera que sean íntimos amigos ni vayan al cine juntos con sus parejas respectivas. Si Pedro y Pablo se caen bien, estupendo. Si no, también. Se trata de saber cómo afecta a la vida corriente de los ciudadanos que han votado, el hecho de que sus dos partidos alcancen acuerdos o se den la espalda. Ésta es la cuestión. Y para eso, es verdad, no hace falta ni quedar a cenar en la intimidad ni citarse en un reservado. Se puede hacer a la luz del día en cualquier despacho. La tortilla, la ensalada y la NBA tienen que ver con otra cosa, que es la sintonía personal de los dirigentes. El clásico de si se llevan bien o mal. Que es un clásico de la política de siempre.
No parece que sea un escándalo que Iglesias cene con Sánchez en un reservado, pero tampoco habrá de tomarse a mal que se le recuerde la respuesta aquella que le dio a Ana Pastor en una entrevista hace un año: “Hay que acabar con las reuniones políticas en los reservados de los restaurantes”. El reservado como símbolo de la opacidad y el secretismo, el reservado como prueba de que se negocia lo de todos a espaldas de los ciudadanos. Éste es el problema que tienen los eslóganes y las caricaturas, que quien los crea acaba siendo víctima de ellos. El Iglesias que predicaba en junio de 2014 la erradicación de los reservados aún no lo frecuentaba, eran algo ajeno, propio de otros, nocivo porque él no estaba invitado. El Iglesias que los celebra en junio de 2015 ha entrado en el grupo de los reservistas, en el trato con el poder, en el tener poder él mismo. El reservado ya no es símbolo de la perversión política. Al revés, ahora es de de sentido común verse en un lugar discreto con otro dirigente para conocerse mejor y hablar tranquilamente de sus cosas. La historia de siempre: cuando son otros los que van a reservado, es para expropiar la democracia; cuando es uno el que acude, oiga, ¿qué tiene de malo? No aspiran a prohibir los reservados. Aspiran a ocuparlos.