Traigo que dicen que es seis de julio sin chupinazo. Hace tiempo que todos los días son el Pobre de mí. Puede que haya un yo en un universo paralelo donde sí haya sanfermines. Un tipo que ha desayunado fuerte, se ha atado el pañuelo al cuello como un pacto con lo mejor de sí mismo y que sale a la calle y que de pronto el cohete se eleva al cielo y se abre en una bolita de humo y de pronto, y la fiesta estalla y ya nada es igual, y sube por la Chapitela en un mar de cuerpos y cae agua de los balcones y le late fuerte el corazón con otros miles de corazones y entonces cae en la cuenta de San Fermín es eso: sentirse afortunado en mitad de otros afortunados.
Y hay otro yo que se queda aqui, que soy yo. Que sabe que hay gente que ha perdido mucho -ha perdido hasta la vida- que ponerse triste por unas fiestas parece caprichoso... Y sin embargo, San Fermín duele porque vamos empalmando inviernos, porque la suspensión significa todo el mundo que el virus ha hecho saltar por los aires: la cercanía, el tacto, la saliva, estar junto a otros, tan cerca de otros que están también tan cerca de ti allí mismo, en la plaza de una ciudad de un país, de un continente de un planeta preñado de fuego que en ese momento gira a treinta mil metros por segundo por el vacío del universo. Y allí, lanzado al vacío cósmico de la fiesta te das cuenta de que no hay nada igual y que si algún día te faltara esa patria emocional te sentirías profundamente perdido. Vivan San Fermín, allá donde estén.