Llegado el verano, para quienes vivimos en el hemisferio norte, se suele presentar una nueva dicotomía: ¿Monte o Playa? Mientras, el Mar Menor seguirá asfixiándose y nuestros bosques no tardaran en ser incendiados nuevamente.
Pero año tras año aún hay municipios que se enorgullecen por enarbolar banderas (azules) reconocedoras de los servicios prestados a la ciudadanía usuaria que estacionalmente visita nuestras playas, en busca de Calidad Turística en Destino (SICTED). Otros, con mayor conciencia que apariencia, optan por ir cumpliendo –y hacer cumplir– con los requisitos mínimos a nivel medioambiental para así conseguir certificaciones garantes tipo EMAS, Norma ISO –tanto la 9001 como la 1400 o la Q de calidad de acuerdo con la 13009–.
Por otro lado las enigmáticas montañas, esas joyas naturales que debiéramos atesorar. Precisamente su anterior día internacional (11 de diciembre) se celebró con un significativo lema: «Las mujeres mueven montañas». Es innegable que sufrimos una variabilidad climática en constante aumento, a la par que una falta de inversión en la agricultura montañesa y el desarrollo rural, lo que ha inducido a los hombres a emigrar hacia otros lugares en busca de medios de vida alternativos. Resistiendo las montañeras como principales administradoras de tales recursos, guardianas de la biodiversidad, custodias de la cultura local y expertas en medicina tradicional.
Recordemos que las montañas albergan al 15% de la población mundial y aproximadamente la mitad de la reserva de la diversidad biológica del mundo. Además de ser un lugar ideal para la abstracción, suministran agua dulce para más de la mitad de la humanidad. Su conservación resulta tan clave como la calidad de nuestras aguas –e incluso las saladas–, un elemento contenedor de vida y recursos marinos que obviamente es fundamental para que exista un playa donde descansar o recrearse.
Selección de canciones, Miguel Tébar, periodista musical.
