PUNTA NORTE

En busca del tiempo perdido

Este 2022 es el año del centenario de la muerte del escritor Marcel Proust y nuestro colaborador, Javier Cancho, nos acerca a su vida.

ondacero.es

Madrid | 10.04.2022 12:23

Poco antes de que el novelista naciera, hace 150 años, el mundo de entonces también estaba en guerra. Era la Guerra Franco-Prusiana. En aquel conflicto, el que mejor movió sus piezas fue un tipo llamado Otto von Bismarck. Bismarck fue el artífice de la unidad germánica, de la que nació la Alemania moderna. No olvidemos que el mundo tal y como lo conocemos es una construcción relativamente reciente. Alemania se proclamó país hace 150 años. Y no lo hizo en Berlín. Fue en el Palacio de Versalles, cerca de París. Fue en Francia, en el célebre Salón de los Espejos.

En el Salón de los Espejos, aquel día de hace 150 años, en el centro del pasillo central había un altar. Otto von Bismarck, el primer canciller, leyó allí la proclamación. Entonces, el Gran Duque de Baden gritó "Su Majestad, Kaiser Guillermo", y los asistentes repitieron tres veces la misma frase. Al final de aquel ceremonioso acto de la proclamación de un país, con proyección de imperio, los presentes entonaron esta canción que resuena, titulada ‘Nun danket alle Gott’, ahora, todos demos gracias a Dios. Alemania se celebró a sí misma como potencia en un simbólico lugar de Francia. Porque en la Guerra Franco-Prusiana, Francia resultó derrotada, siendo además humillada. Y fue en aquel tiempo revuelto cuando la madre de Marcel Proust se quedó embarazada.

El asedio de París no fue un picnic. Los parisinos terminaron comiéndose sus propios caballos y perros. Los gatos se pagaban a seis francos, las ratas a uno. Las calles estaban llenas de soldados derrotados. En aquel tiempo incómodo, perteneciendo a una familia acomodada de la llamada ciudad de la luz, la madre de Proust buscó cobijo en la sombra para poder parir con tranquilidad. Con el niño en sus brazos, con el aspecto que tenía el recién nacido, le dijeron que no se hiciera ilusiones. Pero, la criatura creció. Creció con propensión a la enfermedad. Se volvió alérgico, se enfriaba fácilmente, se fatigaba fácilmente, se ofendía fácilmente, con frecuencia se echaba a llorar o sufría largos períodos de melancolía, palidecía, adelgazaba, los ataques de asma lo hacían temblar, lo hacían sudar, le daban calambres o mareos. Marcel Proust sufría además de paralizantes ataques de indecisión. Le distorsionaba el ruido, el clamor exigente del mundo exterior. Y esa exigencia que él sentía constante empeoraba su estado, propenso a gripes, reumas, fiebres, congestiones pulmonares o laringitis. Tosía, se ahogaba, estornudaba. Vivía un continúo estremecimiento. Aprovechando los claros de luna, salía cubierto casi hasta las cejas por abrigos de pieles.

Cada vez más de noche, en carruajes cuidadosamente cerrados frente a la intemperie. Para sentarse en cafés nocturnos, para mirar y escuchar a escondidas, para asistir a fiestas donde, generalmente, muy cansado, con las pupilas dilatadas por la droga, hablaba y hablaba, y su voz sonaba lenta y remota, como si estuviera rezumando. De regreso a su habitación, recordaba lo que había vivido. Lo escuchado y lo presenciado. Le interesaba recrearse en los matices del lenguaje, en la palabra, en el tono, y en su gesto. Su corazón tosía cada poco. También tosía por sus pulmones. Marcel Proust pasaba gran parte de su tiempo en la cama, lo pasaba como un alpinista en una pesadilla, porque su pesadilla era que casi nunca podía llegar a dormir. No dormía, no descansaba, vivía instalado en el agotamiento. Para reanimarse, a veces, recibió inyecciones de adrenalina. O tomaba cafeína en cantidades muy desproporcionadas. Sus amigos no sabían cómo describirle mejor: como un inválido joven o directamente como un anciano sin edad, como un dandi o como una tía soltera, como un animal, como un adicto, como un hipócrita o, si se ponía sincero…como un loco. En realidad, la idea que Proust tenía de la vida era la intemporalidad del tiempo mismo. Porque si se trataba de minutos y segundos, él se veía como un enfermo la mitad del tiempo y como un farsante la cuarta parte de la mitad del poco tiempo en que estaba sano. De modo que…llegado cierto momento, Proust se propuso sustituir su vida por el lenguaje. En el lenguaje podía recrearse en el gusto, en el tacto, en el oído, en la vista y el olfato: a través de cada uno de los sentidos en un punto u otro podía recuperar el tiempo perdido. Podía restaurar su vida, como se restaura una pintura. Aunque, lo que trataba de escribir no era un relato de su vida, lo que trataba de escribir era algo que le diera valor, que le diera sentido a la vida misma. Proust llegó a considerar que todas esas cosas que tanto nos preocupan: la vida social, el amor, la amistad... todo eso, decía…es una pérdida de tiempo. Porque el tiempo es una pérdida.

Y es así como Marcel Proust nos sitúa ante ese brillante descubrimiento. No puedes recuperar el tiempo intentándolo; pero, resulta que -de repente- puedes tropezarte con él. Puedes sumergir un pedazo del bizcocho en el té y, como un resorte, provocarás involuntariamente que ese mundo entero que pensabas que habías perdido regrese a ti a través de la inocente combinación de bizcocho y el colacao, por acercar el ejemplo a nuestras sensaciones, a nuestro tiempo perdido. El fenómeno es lo que él llamó la memoria involuntaria. Y todo el asunto se basa en eso. En el fondo, es un hermoso cuento de hadas. La historia de toda la novela de siete volúmenes es que todo es una pérdida de tiempo hasta que descubres que nada de eso que añoras se desperdició, porque mágicamente todo está esperando allí para que te topes con lo que te importó, con lo que te concierne, si tienes la suerte de tropezarte con un instante con un fragmento del tiempo perdido. Al escritor le fascinaba la luna. También la música. Marcel Prost vivió con miedo a morir sin haberla terminado. Sin haber concluido su obra maestra. Decía que la muerte lo perseguía, decía que lo acechaba, que lo observaba con sigilo. Quería terminar la obra de su vida. De modo que uno de los instantes de mayor felicidad fue cuando puso la palabra fin al último volumen de En busca del tiempo perdido. Ahora ya me puedo morir en paz, dijo. Y se murió en 1922. Hace cien años. Lo último que dijo fue: madre.