De repente, de un día para otro, sin saber muy bien por qué, la luz del sol no brilla igual que siempre, todas las canciones suenan tristes, y cuanto más tristes son, mejor. Te cuesta levantarte de la cama y, si después de convencerte a ti mismo de que es lo que debes hacer lo consigues, sueñas con que llegue pronto la hora de volverte a acostar. Sin ganas de comer, de hablar, de vivir.
Desde la ventana miras pasar la vida a cámara lenta, no ves a nadie caminando por la acera, por mucho que ésta esté atestada de gente que va y viene. No distingues a nadie y en ocasiones no reconoces ni tu propia calle.
De puertas para adentro solo hay silencio, vacío y soledad. Nadie llama al portero automático, el teléfono es un mueble más, cerrado a cal y canto.
Vas a trabajar y por el camino, por compromiso, regalas algún guiño o alguna sonrisa medio convincente. No quieres que nadie se sienta mal por ti, ni te pregunte, ni tener que dar explicaciones de por qué vas despeinado, o llevas ese dolor por dentro que nadie acierta a ver y que además sabes que serían incapaces de comprenderlo porque ni tu lo entiendes. Un dolor que escondes sin querer y a la vez queriendo. Y rompes a llorar o te mueres de risa, o qué sé yo. Nada te consuela. Cualquier nimiedad es un problema inabarcable. Cualquier problema es una pared vertical de roca, de la que cuelgas paralizado a mitad de la ascensión. Un camino que se acaba en medio de la nada. Y crees que ya no hay vuelta atrás ni fuerzas para dar el siguiente paso y mucho menos para hacer la cima.
Pero quiero pensar que hay vuelta atrás. El respeto y la comprensión pueden se un buen comienzo y, por supuesto, los medios que puedan poner a nuestro alcance (que miedos ya tenemos suficientes) para que, de repente, sin saber muy bien por qué, la luz vuelva a brillar como antes, las canciones vuelvan a su ser y te levantes de la cama deseando salir a la calle a regalar guiños y sonrisas de verdad. A no disimular. A ser tú mismo. A desvivirte. A volver a tener ganas de tener ganas de tener ganas.