Tendrá que ver Obama con el descreimiento hacia la política, con la pujanza del antisistema. Y no sólo él, insistimos. También ha incubado al monstruo la edad de la política espectáculo, la frivolidad con que las grandes televisiones subestimaron la proyección del clown. Era tarde cuando la criatura se nos escapó de las manos y decidió emanciparse del circo, presumiendo de su melena de león.
Y no es que pueda desvincularse a Donald Trump de Donald Trump. Se trata de matizar el juego de espejos entre el candidato extravagante y los votantes que han decidido sufragarlo. Y que no confesándolo abiertamente, acaso estimulan la hipótesis de la gran sorpresa.
Ya no puede descartarse la victoria de Trump. Y esa es la medida del escalofrío, la respuesta de una sociedad blanca, conservadora, que recela del mestizaje, de la inmigración. Y que tiene miedo. Miedo del terrorismo o de perder la identidad. Y que tiene fe. Fe en el providencialismo de Trump y en la carambola de una apuesta experimental.
Ya ha ganado Trump. No sólo porque Hillary Clinton ha sido incapaz de elaborar otro papel que no fuera el de postularse como la primera mujer que accede a la Casa Blanca, sino porque la campaña, toda la campaña, ha obedecido a la presión y el estrés que ha impuesto el anticristo.